Lejos de los pasillos de Tribunales, donde
despliega sus habilidades aprendidas hora a hora, minuto a minuto,
pacientemente en las esperas, en los turnos de los juzgados, en las
conversaciones con sus colegas, en los bares y sobre todo en la lectura y confección
de escritos y expedientes judiciales, María –sin embargo- se siente segura y
cobijada en un cuarto de hotel en Constitución. Esteban está con ella,
protegiéndola porque ese es el rol que aprendió sin darse cuenta bajo el
influjo de su padre discapacitado y su madre algo alcohólica y tras el desastre
predecible de su familia, cuando quedó al cuidado de sus tres hermanos menores.
Así era Esteban, pocas palabras, casi silencioso en sus gestos sigilosos. Con
una seriedad ancestral que no sabía de dónde venía. Ojos celestes, canas
desparramadas como en un mar machado de espuma, incipientes pliegues en el
cuello y un antiguo surco en la frente, como marca de madera antigua. El vello
de su pecho e incluso sus hombros y espalda corroboraba, para María, su actitud protectora. Quién sabe por qué.
El cuarto, como es previsible, no ofrece
cobertura confortable. Se destiñe en las esquinas, se levanta en los pisos, se
oscurece en los rincones porque la luz no alcanza para nada más que para mirarse
a veinte centímetros de distancia, y se derrite en la cama porque afuera hace
calor y la humedad pone a prueba la paciencia de los pasajeros. Un ventilador
gira impacientemente como un signo del estío, pero no alcanza a remediar el
agotamiento y la transpiración.
Todos los lunes y jueves María y Esteban
acaban sus horas, agitadas jornadas de trabajo, en este cuartucho que apenas
los contiene cuando la pasión estalla. Se conocieron en un juzgado penal, a la
espera de sendos expedientes. Esteban es un hombre de cincuenta y tantos que
lleva apenas cuatro años de ejercicio del derecho. Se lo conoce como uno de
esos abogados “saca presos”. Esa es la actividad lícita de Esteban, que llega
muy temprano a las siete a Tribunales en su Audi A8 color gris. Gris también el
traje de marca, blanca la camisa, rosada la corbata. Su elegancia es
inversamente proporcional a la tarea que realiza. Sus defendidos llegan a las
puertas laterales del Palacio en camionetas del Servicio Penitenciario,
esposados, demacrados la mayoría, de barba crecida, con la mirada proyectada
como zombies que acuden sin esperanza y sin expectativa a cada audiencia. Pero
Esteban hace milagros y muchos de ellos son liberados por atenuantes,
argumentos exprimidos del código penal o del procesal, vicios de estilo o trampas
judiciales. Todos los recursos son viables. Los ilegales, también. Esteban no
sólo se sabe de memoria los códigos, también aprendió las modalidades de la
construcción mitológica de las leyes, los vicios y errores de jueces y
secretarios, los gustos de fiscales y archivistas, en fin, el universo judicial
es su mundo, un mundo apacible viniendo de donde viene.
Cuando Esteban ingresó por primera vez a
Tribunales tenía 22 años y había participado de un asalto a mano armada. Con
los años y las condenas recurrentes, perfeccionó sus know how y a los 33 ya
tenía su propia banda de asaltos a blindados. En cuatro años y medio levantó
una fortuna junto a sus compañeros de ruta y había asesinado a dos custodios,
uno por descuido de uno de los suyos, el otro quedó en medio de un tiroteo
innecesario y hubo que liberar el corredor de salida. Su trabajo se volvió
impecable con el tiempo. Poco a poco, Esteban aprendió a planificar. Cada
movimiento, los detalles, los imponderables, las etapas del delito, todo era
ordenadamente desplegado por este hombre de negocios, digamos, “peculiar”. Así
llegó el momento del gran golpe con una logística en la que se invirtieron
varias decenas de miles y requirió de un sincronizado despliegue de seis
hombres. Fue un golpe impecable, sin víctimas, de gran espectacularidad por el
túnel que cruzaba la calle en una localidad al Oeste del Conurbano. Ningún cabo
había quedado suelto. Así, el prestigio de Esteban había crecido dentro y fuera
de las ligas del delito de alta categoría. Entre los investigadores policiales también
tenía algunos seguidores. El segundo golpe fue igual de riguroso, pero el
descuido de uno de los suyos, que quedó atrapado en medio de un
congestionamiento de tránsito tras el asalto y la ordenada huída de la banda,
lo dejó al descubierto. Fue delatado y luego apresado. La madrugada que lo
fueron a buscar a su casa de Barrio Parque, Esteban se encontraba en el palier
de su chalet listo con las valijas para partir. No le dieron los tiempos. La
condena fue de 12 años, cumplió ocho, cuatro de los cuales los dedicó con
pasión a estudiar Abogacía en el centro Universitario de la cárcel. Así, cuando
logró instalarse en un luminoso piso de Belgrano, con vista hasta el río,
Esteban ya tenía por lo menos cinco expedientes pendientes de ex amigos o
conocidos del penal, que requerían sus servicios.
Como toda experiencia extrema, la cárcel
había dejado marcas en él. La violencia que había aprendido en las calles era muy distinta a esta amenaza
permanente del encierro, de temor mórbido, un peligro que acechaba sin
descanso. Por eso aprendió la otra violencia, la violencia de las manos y los
brazos, la de resistir con su cuerpo, la de la premura de sus piernas si había
que huir, pero sobre todo, perfeccionó la agresividad intransigente, la que no
tiene atenuantes. El mortal impulso de la sobrevivencia. Si había que matar, lo
haría. En la cárcel, por su inteligencia y su viveza, se fue posicionando como
alguien distinto. Así, calificó para estudiar, tenía acceso a otros libros, a
una computadora sólo para escribir, a cierta comida y ciertos “favores” de
otros. Su celda se fue convirtiendo en la réplica desagradable de un hogar. Y
sus parejas sexuales fueron hombres que respondieron o se sometieron a su red
de favores y pagos en efectivo.
Todo esto lo sabía María. Que se entregaba
mansamente a esos peculiares placeres sexuales como una esclava, en sentido
contrario a la aguerrida trayectoria que había desplegado en sus batallas
legales ligadas a los derechos de los presos y las víctimas del gatillo fácil.
Acá, en Constitución, se convertía en una criatura domada, sin iniciativa, sin
escape, arrastrada al placer por las órdenes de Esteban, que con vos firme le
marcaba el ritmo, las modalidades y las posiciones, que preferentemente
imitaban el placer homosexual que él había perfeccionado en la cárcel. Esas
noches, que también incluían algún roce de ternura, María y Esteban, predador y
víctima, sumergían sus cuerpos heridos en el mar de las sábanas. En
Constitución curaban sus heridas. Las lamían, como animales lastimados. Y al
rato, volvía la ronda predadora, Esteban sobre María, detrás de María, arriba
de ella, casi lastimándola. María calla. Aguanta. María casi siempre boca
abajo, aspirando lo que quedaba del amor esparcido en la cama.
Al otro día, impecables en la rutina legal,
perfumados y acicalados, se dan la mano, como conocidos al paso, colegas que
apenas se cruzaban algún saludo en el ascensor o en el bar de la esquina.
Aunque la ojeada de María siempre era esquiva, desdeñosa. La presa siempre
evita mirar directo al predador. Un lenguaje atávico que precede a la muerte
más dulce.
