viernes, 21 de marzo de 2014

EL PREDADOR









Lejos de los pasillos de Tribunales, donde despliega sus habilidades aprendidas hora a hora, minuto a minuto, pacientemente en las esperas, en los turnos de los juzgados, en las conversaciones con sus colegas, en los bares y sobre todo en la lectura y confección de escritos y expedientes judiciales, María –sin embargo- se siente segura y cobijada en un cuarto de hotel en Constitución. Esteban está con ella, protegiéndola porque ese es el rol que aprendió sin darse cuenta bajo el influjo de su padre discapacitado y su madre algo alcohólica y tras el desastre predecible de su familia, cuando quedó al cuidado de sus tres hermanos menores. Así era Esteban, pocas palabras, casi silencioso en sus gestos sigilosos. Con una seriedad ancestral que no sabía de dónde venía. Ojos celestes, canas desparramadas como en un mar machado de espuma, incipientes pliegues en el cuello y un antiguo surco en la frente, como marca de madera antigua. El vello de su pecho e incluso sus hombros y espalda corroboraba, para María,  su actitud protectora. Quién sabe por qué.
El cuarto, como es previsible, no ofrece cobertura confortable. Se destiñe en las esquinas, se levanta en los pisos, se oscurece en los rincones porque la luz no alcanza para nada más que para mirarse a veinte centímetros de distancia, y se derrite en la cama porque afuera hace calor y la humedad pone a prueba la paciencia de los pasajeros. Un ventilador gira impacientemente como un signo del estío, pero no alcanza a remediar el agotamiento y la transpiración.
Todos los lunes y jueves María y Esteban acaban sus horas, agitadas jornadas de trabajo, en este cuartucho que apenas los contiene cuando la pasión estalla. Se conocieron en un juzgado penal, a la espera de sendos expedientes. Esteban es un hombre de cincuenta y tantos que lleva apenas cuatro años de ejercicio del derecho. Se lo conoce como uno de esos abogados “saca presos”. Esa es la actividad lícita de Esteban, que llega muy temprano a las siete a Tribunales en su Audi A8 color gris. Gris también el traje de marca, blanca la camisa, rosada la corbata. Su elegancia es inversamente proporcional a la tarea que realiza. Sus defendidos llegan a las puertas laterales del Palacio en camionetas del Servicio Penitenciario, esposados, demacrados la mayoría, de barba crecida, con la mirada proyectada como zombies que acuden sin esperanza y sin expectativa a cada audiencia. Pero Esteban hace milagros y muchos de ellos son liberados por atenuantes, argumentos exprimidos del código penal o del procesal, vicios de estilo o trampas judiciales. Todos los recursos son viables. Los ilegales, también. Esteban no sólo se sabe de memoria los códigos, también aprendió las modalidades de la construcción mitológica de las leyes, los vicios y errores de jueces y secretarios, los gustos de fiscales y archivistas, en fin, el universo judicial es su mundo, un mundo apacible viniendo de donde viene.
Cuando Esteban ingresó por primera vez a Tribunales tenía 22 años y había participado de un asalto a mano armada. Con los años y las condenas recurrentes, perfeccionó sus know how y a los 33 ya tenía su propia banda de asaltos a blindados. En cuatro años y medio levantó una fortuna junto a sus compañeros de ruta y había asesinado a dos custodios, uno por descuido de uno de los suyos, el otro quedó en medio de un tiroteo innecesario y hubo que liberar el corredor de salida. Su trabajo se volvió impecable con el tiempo. Poco a poco, Esteban aprendió a planificar. Cada movimiento, los detalles, los imponderables, las etapas del delito, todo era ordenadamente desplegado por este hombre de negocios, digamos, “peculiar”. Así llegó el momento del gran golpe con una logística en la que se invirtieron varias decenas de miles y requirió de un sincronizado despliegue de seis hombres. Fue un golpe impecable, sin víctimas, de gran espectacularidad por el túnel que cruzaba la calle en una localidad al Oeste del Conurbano. Ningún cabo había quedado suelto. Así, el prestigio de Esteban había crecido dentro y fuera de las ligas del delito de alta categoría. Entre los investigadores policiales también tenía algunos seguidores. El segundo golpe fue igual de riguroso, pero el descuido de uno de los suyos, que quedó atrapado en medio de un congestionamiento de tránsito tras el asalto y la ordenada huída de la banda, lo dejó al descubierto. Fue delatado y luego apresado. La madrugada que lo fueron a buscar a su casa de Barrio Parque, Esteban se encontraba en el palier de su chalet listo con las valijas para partir. No le dieron los tiempos. La condena fue de 12 años, cumplió ocho, cuatro de los cuales los dedicó con pasión a estudiar Abogacía en el centro Universitario de la cárcel. Así, cuando logró instalarse en un luminoso piso de Belgrano, con vista hasta el río, Esteban ya tenía por lo menos cinco expedientes pendientes de ex amigos o conocidos del penal, que requerían sus servicios.
Como toda experiencia extrema, la cárcel había dejado marcas en él. La violencia que había aprendido en las  calles era muy distinta a esta amenaza permanente del encierro, de temor mórbido, un peligro que acechaba sin descanso. Por eso aprendió la otra violencia, la violencia de las manos y los brazos, la de resistir con su cuerpo, la de la premura de sus piernas si había que huir, pero sobre todo, perfeccionó la agresividad intransigente, la que no tiene atenuantes. El mortal impulso de la sobrevivencia. Si había que matar, lo haría. En la cárcel, por su inteligencia y su viveza, se fue posicionando como alguien distinto. Así, calificó para estudiar, tenía acceso a otros libros, a una computadora sólo para escribir, a cierta comida y ciertos “favores” de otros. Su celda se fue convirtiendo en la réplica desagradable de un hogar. Y sus parejas sexuales fueron hombres que respondieron o se sometieron a su red de favores y pagos en efectivo.
Todo esto lo sabía María. Que se entregaba mansamente a esos peculiares placeres sexuales como una esclava, en sentido contrario a la aguerrida trayectoria que había desplegado en sus batallas legales ligadas a los derechos de los presos y las víctimas del gatillo fácil. Acá, en Constitución, se convertía en una criatura domada, sin iniciativa, sin escape, arrastrada al placer por las órdenes de Esteban, que con vos firme le marcaba el ritmo, las modalidades y las posiciones, que preferentemente imitaban el placer homosexual que él había perfeccionado en la cárcel. Esas noches, que también incluían algún roce de ternura, María y Esteban, predador y víctima, sumergían sus cuerpos heridos en el mar de las sábanas. En Constitución curaban sus heridas. Las lamían, como animales lastimados. Y al rato, volvía la ronda predadora, Esteban sobre María, detrás de María, arriba de ella, casi lastimándola. María calla. Aguanta. María casi siempre boca abajo, aspirando lo que quedaba del amor esparcido en la cama.
Al otro día, impecables en la rutina legal, perfumados y acicalados, se dan la mano, como conocidos al paso, colegas que apenas se cruzaban algún saludo en el ascensor o en el bar de la esquina. Aunque la ojeada de María siempre era esquiva, desdeñosa. La presa siempre evita mirar directo al predador. Un lenguaje atávico que precede a la muerte más dulce.