El viento era desmesurado, aunque no sabría explicar bien
por qué. La cosa es que golpeaba, y fuerte, las ventanas y puertas del
departamento. El cartel de “Se alquila” amenazaba la baranda del balcón. Las
copas de los árboles, bamboleantes, parecían más bien una ola verde, una cinta
de hojas interminables que se sacudían espasmódicamente. Y más abajo, los
colectivos, no sé por qué, completaban esa imagen de urgencia que yo tenía
desde el sexto piso.
Estaba nerviosa. Esos agitamientos me ponen nerviosa, no sé
bien por qué. Todo se parecía a una emergencia, algo iba a suceder. Un
cataclismo, una explosión, algún fenómeno incontrolable. Así que mi ánimo
estaba atravesado por la zozobra que se deslizaba sobre la noche de la avenida
Santa Fe. Eran casi las doce de la noche. Quiero recordar la hora, para mí no
es un detalle, porque precisamente a esa hora de la noche suelo estar
tranquila, amodorrada como un gato que se cobija en el almohadón más cómodo.
Pero esa noche era distinta.
Esteban estaba por llegar porque su clase terminaba a las
once y cuarto. Así que lo esperaba de un momento a otro, como quien dice. Siempre
que llegaba Esteban a su casa, porque estamos hablando de su departamento en la
avenida Santa Fe, como decía, el lugar, de alguna manera para mí inexplicable,
se acompasaba a sus pasos, a su respiración y su voz. Se podría decir que
tomaba su forma. Estaba yo en ese sexto piso de la avenida Santa Fe
esperándolo, como todos los jueves, pero también los martes y algunos sábados.
Yo tenía llave porque, bueno, las cosas se habían dado así. Hacía dos años que
estábamos juntos y además del cepillo de dientes, alguna ropa ligera y las
zapatillas para caminar, Esteban me había dado las llaves de su departamento,
para que yo lo esperase. Él no me pedía nada más. Nada que no sea el acorde que
nos sostenía a los dos en el amor. Una tonalidad que los dos conocíamos de
memoria. Y qué era eso exactamente? Que yo estuviera ahí, esperándolo. Que me
acomodara a esa “sarabande” que nos hacía tan feliz. El amor. No sé bien cómo,
pero los dos habíamos aprendido a llevarnos, a estarnos. A solicitarnos, a
buscarnos y a encontrarnos. Es decir, para contarlo de una manera más simple,
habíamos aprendido a amarnos. No sé bien qué es eso, pero la vibración del
departamento –y la mía también- cuando
llegaba Esteban, con el suave tintineo de sus llaves en el picaporte, variaba
rápidamente a un ecosistema sostenible. El ecosistema de los dos.
Pero esa noche ventosa, casi endemoniadamente ventosa, yo no
estaba de humor para entendimientos amorosos. Pasó una, luego dos ambulancias con
sus sirenas rojas salpicando la muerte inminente. Enseguida, la frenada de un
colectivo, motocicletas y alguna bocina solitaria. Todo me presagiaba un mal
cercano. Así que cuando oí que la puerta se deslizaba delicadamente, ya no
estaba de humor para nuestra ceremonia del encuentro.
Esteban llegó con algo para comer comprado en la pescadería
de la esquina, que cierra bien tarde porque desde hace algunos meses improvisó,
pienso que fue así, un restorancito al paso con seis o siete mesas. Comí poco
porque, se sabe, los nervios se alojan principalmente en el tubo digestivo, no
quiero describir la cantidad de síntomas y malestares que se me habían
despertado. El malhumor, la intranquilidad, los malestares, todo me había
predispuesto tan mal que a las doce y media de la noche lo único que quería era
subir a un taxi y volar a casa. No lo hice, porque respeto mucho a Esteban –en realidad
debería decir que lo quiero- y no quería ocasionarle una desilusión.
Conversamos un poco, vaguedades. Esteban inmediatamente
percibió mi estado alterado.
Cuando nos fuimos a la cama me dormí enseguida. Lo único que
recuerdo es que un mar suave, transparente y perfumado me cubrió. Me dejé
llevar por una ondulación parecida a las olas que nacen sin ser. La sal de ese
mar se corporizó en mi piel, se adhirió formando una amalgama de energía, una
corriente de luz que me envió hacia la superficie donde permanecí estirada,
quieta., Esponja de mar, superficie caliente, mórbida, sostén de vida. Entendí enseguida,
quizás por ómosis o por percepción animal, que ese lugar, era la condensación
de mis movimientos y mi historia, era una zona de placer. No había que
preguntar, ni entender, ni saber. Sólo dejarse llevar. Pronto, me acerque sin
ningún movimiento voluntario, quizás, debería decir, por el imperceptible
oleaje, a una costa de arena blanca, suave, donde me dejé estar bajo el sol
silencioso y protector. Me quedé allí sentada porque no había nada más que
hacer que lo que el cuerpo me enviaba quién sabe a través de qué callados
mecanismos. Una vez más, me dejé estar, o mejor dicho, me dejé llevar. Así
permanecí un buen rato, creo que quieta y detenida en un tiempo que transcurría
a toda velocidad. Cuando alcé la vista al sol tuve un primer despertar. En ese
instante reconocí el vello oscuro del torso de Esteban. Fue tan fugaz la
sensación de haber quedado depositada en la cama del departamento del sexto
piso, que lo olvidé inmediatamente y por completo. Sin embargo, ese vestigio de
realidad se me quedó pegado en quién sabe qué porción de mi cuerpo, mi cuerpo
que ahora recortado en la arena se disolvía en millones infinitesimales de
porciones de vida que se adhirieron a la playa. Eran la playa. Pájaros me
circundaban, luz de sol y sal a la vez reinventado el espacio corpóreo, una
comunión de sensaciones que, no sabría bien explicar cómo, me devolvió al agua.
Agua tibia, sostenedora. No podía más que gozar hasta que una suerte de éxtasis
se me coló en el plexo y en el sexo. De un impulso levanté la cabeza por sobre
el agua y vi la orilla.
Abrí los ojos a las siete de la mañana, cuando el tránsito
de la avenida empezaba a aullar. Esteban me rodeaba con sus brazos, tan
fuertes, tan seguros. Casi me sostenían. Recordé el amor de aquella noche y me
quedé dormida.
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