sábado, 7 de junio de 2014

DESANGRA

Con sus sentidos afinados por la práctica del amor, Fabián se queda solo mirando el techo. El movimiento imperceptible de sus talones rozando la sábana arremolinada. La brisa tenue que modificaba el aire apelmazado en el cuarto, el giro cariñoso de su nuca contra la almohada, todo lo que imperceptiblemente acontecía en el breve cuadrado que era su pieza, todo, decíamos, era registrado por Fabián con el meticuloso pero involuntario afán de tomar nota de su lenta vuelta a la vida. Después del amor.
Quedaba exánime, tumbado en la cama boca arriba, y toda la superficie de su cuerpo era un mapa superpoblado de radares que tomaban cualquier movimiento o cambio infinitesimal en la atmósfera, algo que usualmente los humanos no podemos percibir. Fabián escuchaba más allá de la posibilidad de su oído, su nariz era una pantalla parabólica que atrapaba hasta el desliz olfativo más esquivo. Sus poros, su piel, su cuerpo, un campo fértil donde se posaba hasta el más mínimo pliegue de realidad.  Así quedaba en estado de sobrehumanidad, sin explicarse por qué.

Estela ya se había ido hacía una media hora. Tras cuatro o cinco horas de amor más o menos intenso, con interrupciones para tomar algo y picar queso y aceitunas que Fabián siempre deja en la heladera por las dudas.  
Al cabo del registro pormenorizado de su íntimo medio ambiente, Fabián decidió darse una ducha. Una vez más notó en la blancura de la sábana, a la altura de su pantorrilla derecha, un hilo apenas rojo. Lo observó dos segundos y saltó hacia el baño.
Estela le había dejado flores y un postre de lemon pie ahora medio derretido por el calor. Cuando entraba al baño vio con el rabillo del ojo esa naturaleza muerta abandonada por  su amante. Flores y torta. Y pensó cuánto la quería. Pero el desconcierto pasó rápido como una flecha.
Diez días después, Camila se despide de Fabián en la cama con un largo beso. Eran las dos y media de la mañana y tenía que levantarse temprano. Fabián la dejó ir. Aunque en realidad quería decirle que se quedara, que quería abrazarla, acariciarla, quedarse recostado sobre ella. Firme y protegido. Pero no abrió la boca porque entendía que su “situación” no era tan normal como para decir “normalidades”, es decir, abrazos, besos, caricias, etc. Así que volvió a su asunto de la percepción de partículas invisibles y se quedó un rato deambulando con su mente por los ruidos callados de la madera del piso o un quejido de vaya a saber qué andamiaje de cromo que sostenía el televisor. Todo fue registrado involuntariamente. Cuando se incorporó para ducharse notó que su mano derecha dejaba sobre la esquina del colchón, una porción al desnudo sin sábana, una marca roja en forma de cruz justo en el lugar en el que se apoyaba. De ahí pasó a sus actividades.
Bety es quien más entiende su “situación”. Un hombre casado como Fabián, lo sabe, nunca le iba a hacer promesas. Es cosa de unas horas, se dice en silencio.  De un rato, y nada más. Pero Bety intuye, sabe, que Fabián la ama. No se equivocaba. Ese martes a la nochecita cuando compartieron un rato en el departamentito de “soltero” de Fabián, decide quedarse un rato más de lo habitual. Lo besó y clavó su mentón sobre el pecho peludo de Fabián, un poco inquiriéndolo, observándolo. En ese momento fue que vio una marquita roja a la altura de la oreja izquierda de él. Como un pelo sobre la almohada. Lo tocó y miró la oreja de Fabián pero no vio nada raro. Ningún raspón, lastimadura, herida. Nada. Cuando al rato se fue, dejó a Fabián extenuado y pensando cuánto la amaba.
Es que Fabián no podía emprender el sexo sin el amor incondicional. Era un amor lúcido, acontecido en cada arremetida del sexo. Era un amor para cada una de ellas. Las quería. Las amaba. A todas ellas. Se quedó pensando en eso, en ese sentimiento que aparecía en su mente no con estas palabras. Sino en forma de remolino multicolor, en forma de volcán anaranjado, como un magma de sensaciones que le decían, claramente aunque no con palabras, cuánto las amaba. A todas ellas.
Cuando escuchó que Bety cerraba la puerta se tocó la oreja izquierda. No sintió nada, pero sí noto que la hebra roja se había convertido en la almohada en un manchón bemellón, inconfundible.
Así se sucedieron algunas semanas más, con Adriana, Flor y Victoria. Todas amantes tan queridas, pensaba Fabián.
Hace una semana, Victoria lo dejó, como siempre, estirado en la cama, desnudo y vuelto hacia la ventana que los cubrió de la llovizna. Pero ese día algo había sido diferente. Cuando el juego del sexo los llevó al placer oral, Fabián eyaculó un líquido levemente sanguinolento que no era, definitivamente, semen. Victoria se quedó mirando la mancha sobre la sábana y las piernas de Fabián y su propio torso. Fabián la tranquilizó diciéndole que posiblemente tenía alguna pequeña herida externa, que al día siguiente iría al médico.
Así quedó Fabián arrullando al ritmo de la llovizna de afuera. Poco a poco se fue acurrucando entre las sábanas, luego se estiró bajo la frazada beige de polar. Tenía frío, mucho. Comenzó a sudar, “un bajón de presión”, pensó. Pensó mientras se elevaba sobre la cama y una brisa algo fría le cubría el cuerpo flotante. Miró para un costado (la ventana), para el otro (el placard con sus puertas corredizas y espejadas ). Allí se vio blanco, acuoso, goteando sangre. Entendió las marcas rojas y el desagote sanguinolento. Y cuánto había sacrificado por el amor no profesado. Tanto amor sólo podía ser liberado en una corriente de sangre. Tan esquivo había sido. Tan negador de la verdad del amor hacia sus mujeres. Y no pudo soportarlo.

Lo encontraron 10 horas después, desangrado en la cama.

viernes, 21 de marzo de 2014

EL PREDADOR









Lejos de los pasillos de Tribunales, donde despliega sus habilidades aprendidas hora a hora, minuto a minuto, pacientemente en las esperas, en los turnos de los juzgados, en las conversaciones con sus colegas, en los bares y sobre todo en la lectura y confección de escritos y expedientes judiciales, María –sin embargo- se siente segura y cobijada en un cuarto de hotel en Constitución. Esteban está con ella, protegiéndola porque ese es el rol que aprendió sin darse cuenta bajo el influjo de su padre discapacitado y su madre algo alcohólica y tras el desastre predecible de su familia, cuando quedó al cuidado de sus tres hermanos menores. Así era Esteban, pocas palabras, casi silencioso en sus gestos sigilosos. Con una seriedad ancestral que no sabía de dónde venía. Ojos celestes, canas desparramadas como en un mar machado de espuma, incipientes pliegues en el cuello y un antiguo surco en la frente, como marca de madera antigua. El vello de su pecho e incluso sus hombros y espalda corroboraba, para María,  su actitud protectora. Quién sabe por qué.
El cuarto, como es previsible, no ofrece cobertura confortable. Se destiñe en las esquinas, se levanta en los pisos, se oscurece en los rincones porque la luz no alcanza para nada más que para mirarse a veinte centímetros de distancia, y se derrite en la cama porque afuera hace calor y la humedad pone a prueba la paciencia de los pasajeros. Un ventilador gira impacientemente como un signo del estío, pero no alcanza a remediar el agotamiento y la transpiración.
Todos los lunes y jueves María y Esteban acaban sus horas, agitadas jornadas de trabajo, en este cuartucho que apenas los contiene cuando la pasión estalla. Se conocieron en un juzgado penal, a la espera de sendos expedientes. Esteban es un hombre de cincuenta y tantos que lleva apenas cuatro años de ejercicio del derecho. Se lo conoce como uno de esos abogados “saca presos”. Esa es la actividad lícita de Esteban, que llega muy temprano a las siete a Tribunales en su Audi A8 color gris. Gris también el traje de marca, blanca la camisa, rosada la corbata. Su elegancia es inversamente proporcional a la tarea que realiza. Sus defendidos llegan a las puertas laterales del Palacio en camionetas del Servicio Penitenciario, esposados, demacrados la mayoría, de barba crecida, con la mirada proyectada como zombies que acuden sin esperanza y sin expectativa a cada audiencia. Pero Esteban hace milagros y muchos de ellos son liberados por atenuantes, argumentos exprimidos del código penal o del procesal, vicios de estilo o trampas judiciales. Todos los recursos son viables. Los ilegales, también. Esteban no sólo se sabe de memoria los códigos, también aprendió las modalidades de la construcción mitológica de las leyes, los vicios y errores de jueces y secretarios, los gustos de fiscales y archivistas, en fin, el universo judicial es su mundo, un mundo apacible viniendo de donde viene.
Cuando Esteban ingresó por primera vez a Tribunales tenía 22 años y había participado de un asalto a mano armada. Con los años y las condenas recurrentes, perfeccionó sus know how y a los 33 ya tenía su propia banda de asaltos a blindados. En cuatro años y medio levantó una fortuna junto a sus compañeros de ruta y había asesinado a dos custodios, uno por descuido de uno de los suyos, el otro quedó en medio de un tiroteo innecesario y hubo que liberar el corredor de salida. Su trabajo se volvió impecable con el tiempo. Poco a poco, Esteban aprendió a planificar. Cada movimiento, los detalles, los imponderables, las etapas del delito, todo era ordenadamente desplegado por este hombre de negocios, digamos, “peculiar”. Así llegó el momento del gran golpe con una logística en la que se invirtieron varias decenas de miles y requirió de un sincronizado despliegue de seis hombres. Fue un golpe impecable, sin víctimas, de gran espectacularidad por el túnel que cruzaba la calle en una localidad al Oeste del Conurbano. Ningún cabo había quedado suelto. Así, el prestigio de Esteban había crecido dentro y fuera de las ligas del delito de alta categoría. Entre los investigadores policiales también tenía algunos seguidores. El segundo golpe fue igual de riguroso, pero el descuido de uno de los suyos, que quedó atrapado en medio de un congestionamiento de tránsito tras el asalto y la ordenada huída de la banda, lo dejó al descubierto. Fue delatado y luego apresado. La madrugada que lo fueron a buscar a su casa de Barrio Parque, Esteban se encontraba en el palier de su chalet listo con las valijas para partir. No le dieron los tiempos. La condena fue de 12 años, cumplió ocho, cuatro de los cuales los dedicó con pasión a estudiar Abogacía en el centro Universitario de la cárcel. Así, cuando logró instalarse en un luminoso piso de Belgrano, con vista hasta el río, Esteban ya tenía por lo menos cinco expedientes pendientes de ex amigos o conocidos del penal, que requerían sus servicios.
Como toda experiencia extrema, la cárcel había dejado marcas en él. La violencia que había aprendido en las  calles era muy distinta a esta amenaza permanente del encierro, de temor mórbido, un peligro que acechaba sin descanso. Por eso aprendió la otra violencia, la violencia de las manos y los brazos, la de resistir con su cuerpo, la de la premura de sus piernas si había que huir, pero sobre todo, perfeccionó la agresividad intransigente, la que no tiene atenuantes. El mortal impulso de la sobrevivencia. Si había que matar, lo haría. En la cárcel, por su inteligencia y su viveza, se fue posicionando como alguien distinto. Así, calificó para estudiar, tenía acceso a otros libros, a una computadora sólo para escribir, a cierta comida y ciertos “favores” de otros. Su celda se fue convirtiendo en la réplica desagradable de un hogar. Y sus parejas sexuales fueron hombres que respondieron o se sometieron a su red de favores y pagos en efectivo.
Todo esto lo sabía María. Que se entregaba mansamente a esos peculiares placeres sexuales como una esclava, en sentido contrario a la aguerrida trayectoria que había desplegado en sus batallas legales ligadas a los derechos de los presos y las víctimas del gatillo fácil. Acá, en Constitución, se convertía en una criatura domada, sin iniciativa, sin escape, arrastrada al placer por las órdenes de Esteban, que con vos firme le marcaba el ritmo, las modalidades y las posiciones, que preferentemente imitaban el placer homosexual que él había perfeccionado en la cárcel. Esas noches, que también incluían algún roce de ternura, María y Esteban, predador y víctima, sumergían sus cuerpos heridos en el mar de las sábanas. En Constitución curaban sus heridas. Las lamían, como animales lastimados. Y al rato, volvía la ronda predadora, Esteban sobre María, detrás de María, arriba de ella, casi lastimándola. María calla. Aguanta. María casi siempre boca abajo, aspirando lo que quedaba del amor esparcido en la cama.
Al otro día, impecables en la rutina legal, perfumados y acicalados, se dan la mano, como conocidos al paso, colegas que apenas se cruzaban algún saludo en el ascensor o en el bar de la esquina. Aunque la ojeada de María siempre era esquiva, desdeñosa. La presa siempre evita mirar directo al predador. Un lenguaje atávico que precede a la muerte más dulce.

miércoles, 19 de febrero de 2014

TRES





Después del declive de su última relación, Inés volvió a experimentar desolación por el… “descuido” de su pareja. Sintió la distancia por no ser la prioridad. El abandono instantáneo. No es que Francisco la hubiera abandonado, en rigor. Sino que, simplemente, una concatenación de circunstancias triviales al principio, más importantes luego, la habían relegado    -otra vez-  a un escaño secundario. Había cosas más importantes en la vida de Francisco y, simplemente, Inés no podía soportarlo. Igualmente, asentó el dolor en un costado de su cuerpo, lo resguardó del cotidiano devenir de su vida, no lo mostró, no se regodeó. Lo encapsuló. Y siguió trabajando, estudiando piano, visitando a su madre, hablando por teléfono con su hermana, intercambiando discusiones y amores con su hijo. Todo fue igual, en apariencia.
Una tarde Inés estaba tomando su acostumbrado cafecito en el bar de Borges y Güemes al que siempre iba y sintió acercarse un recuerdo, ¿una nostalgia se podría decir?, cuando se sentó en una mesa cercana un varón elegante de aspecto indiscutiblemente italiano. Traje negro, camisa blanca, corbata levemente rojiza. Sin anillos, sin distracciones. Pelo corto oscuro, tez blanca, ojos vivaces. Un tano, pensó Inés. Poco a poco, la figura del cliente enigmático se fundió con la de Iván.
Iván. Iván había sido su amante intermitente, si elegimos colocarle algún calificativo para entender la alternancia a veces voluntaria, otras veces desconsiderada, siempre autoprotectora, que había entre ellos dos. Unos cuatro o casi cinco años llevaban de encuentros casi siempre furtivos, sin solución de continuidad y con mucho ardor que se desvanecían inmediatamente una vez superada la despedida.
Cuando Inés pensó “Iván” no dudó, tomó su teléfono celular y llamó. Iván no siempre estaba disponible, pero esta vez atendió enseguida. Solícito, amable, como siempre, la escuchó. Ella había aceptado finalmente la sugerencia de él, la que había condenado a estos dos amantes a un breve distanciamiento. Un encuentro de tres. ¿Por qué había cambiado de opinión? ¿Curiosidad, exposición temeraria? ¿Sentía energía para lo que ella imaginaba una sesión exigente de cama? ¿Había sido el despecho de Inés lo que la empujó a la aceptación? Inés no dudó, sin embargo. Fue firme, clara, incluso presionó levemente a Iván para que el encuentro fuera lo antes posible. ¿De dónde saldría el otro? “Cuidado con los oportunistas, Iván. Que sea alguien de confianza. Vos conocés a alguien?”. “Sí, claro, quedáte tranqui. Todo va a ser en confianza, muy cuidado”.
La tarde en que se encontraron eligieron un bar tranquilo por Palermo, cerca de la casa de Iván. Allí, Inés conoció a un tal Santiago, aunque ella no creyó casi nada de ese hombre. Sólo le interesó su cuerpo, el calor de su mano al estrechar la suya. La mejilla suave en su propia mejilla. La firmeza de esas piernas levemente combadas envueltas en un pantalón jean. El iceberg oscuro que emergía del cuello apenas entreabierto de su camisa celeste, un montículo de vello desordenado. Y sus ojos, unos ojos muy oscuros cruzados por un halo brillante. Una mirada inteligente y simpática, se había dicho Inés. Le gustó de inmediato. Aunque no sabía si ese primer atisbo de interés se podría transformar en algo, digamos, más específico como el sexo. Sin embargo, la cercanía con Iván seguía inalterable. El solo rozar con la yema de sus dedos sus hombros fuertes o su cintura, elevaba en Inés un lava caliente, espesa y explosiva. Nadie detentaba involuntariamente ese poder en Inés.
El trayecto de unas veinte cuadras lo hicieron en el auto de Santiago. La presencia de Iván tranquilizaba a Inés y se sentía fuera de la posibilidad de algún peligro inminente. En la mitad del recorrido, Iván la besó en el cuello, desde el asiento de atrás. Fue un beso intensionado a la vez que demorado en su nuca y sirvió para avanzar a otros terrenos. Lo que venía iba a concentrarse entre cuatro paredes.
Para empezar, hubo whisky para los tres. A Inés le vinieron muy bien las dos pequeñas medidas que le sirvió Iván porque no sabía cómo aflojar tensiones. En unos minutos, se sometió al amasijo que los dos hombres le proponían. Enfrentados y de pie. Agachados e inclinados. Recostados en la cama e intercambiando posiciones aleatorias. Ensimismados en las vueltas amorosas, el mundo exterior se fue desvaneciendo y lo único que quedó para los tres fue la cama y algunos centímetros a la redonda utilizados obsesiva y exclusivamente como soporte del sexo. Inés se dejó llevar. Y perdió todo contacto con su persona en un momento que no pudo precisar. Era sólo su cuerpo, los cuerpos. Se podría decir que la mezcolanza de saliva, transpiración, dientes, uñas, flujo y semen configuraron un mundo más primitivo, más privado y marginal. Los fragmentos de cuerpos que Inés iba reconociendo en una sesión infinita de vueltas, la llevaron a pensar que quizás esa porción viva de masa era lo único que existía en su mundo, fragmentado, parcial, alimentado por las sustancias primigenias de la existencia. La vida volvía a desenrollar su ocasional serpentina de belleza. Inés se sintió reparada. ¿O acaso fue un escape de la posible venganza por el abandono de Francisco? ¿Se había esfumado el miedo del abandono, se había disuelto el desasosiego del desamor? ¿Acaso las cosas volvieron a tener sentido?
Una vez en la calle, restituida en el sexo, Inés volvió a su casa, encendió la pc y se suscribió al plan más caro del sitio de citas. Ahora había que esperar.


domingo, 16 de febrero de 2014

EL HOMBRE QUE AMABA A LAS MUJERES

Solo, desparramado en la cama, sosteniendo la mirada hacia la puerta entreabierta de su habitación, Mariano ya había empezado a extrañarla. Sin embargo, no podía, aunque quería, evitar el arrebato de extrañamiento que le subía hasta el cuello inmediatamente después de tres o cuatro horas de intensa actividad en la cama. Ya tenía 44 y le era imposible evadir ese impulso vital. Deseaba eliminar a ese ser extraño que lo acompañó en su solitaria cópula. Sí, estaba agradecido, pero la gratitud lo aislaba cada vez más del amor. No hay gratitud en el amor. Y él sólo tenía un poco de agradecimiento para dar y después la despedida. El repliegue casi inmediato después del sexo se había vuelto costumbre y Mariano había aprendido a ensimismarse sin culpas después de despedir a la dama que lo acompañaba. Reiteraba una y otra vez una modalidad al paso para que el adiós no fuera traumático. Un sistema de despegue en cámara lenta que ponía en práctica pasados más o menos treinta minutos después del amor. O cuando él se sintiera del todo satisfecho. La cosa era así: después del sexo recorría con su mano lentamente la espalda o quizás el vientre de esa mujer que se había vuelto anónima, luego venían los pequeños besos, el cálido recorrido de su cabello. Alguna pregunta como "querés tomas algo?”. Si ella no atinaba a ir al baño, lo hacía él y dejaba correr el agua de la canilla generosamente, para que los minutos se derritieran hasta esfumarse. Cada minuto cuenta en el retroceso del amor. De vuelta en el cuarto, con un vaso de Coca o algo así, él volvería al cariñoso ronroneo de la despedida. Su único objetivo era expulsar ese cuerpo extraño que se había inoculado por un rato. Entonces, tras uno o dos besos lentos y cariñosos, Mariano iba descartando alguna frase meticulosa, cuidadosamente estudiada. “Qué hora es? Estoy tan cansado”. “Mañana me tengo que levantar tan temprano…”. “Es re tarde, hoy tuve un día fatal en el trabajo”. Oraciones que evocaban su entorno, su trabajo, su realidad. Nada que tuviera que ver con ella. El discurso de su método cerraba siempre en su persona. Ellas pronto entendían y sigilosamente algunas, otras molestas pero dignas, otras absolutamente despreocupadas, abandonaban el lugar.

Mariano amaba a las mujeres. No tenía en absoluto ningún conflicto con ellas. Amaba su forma ondulante de caminar, cómo se reían entre ellas, las miradas cómplices, el borde de su cuero cabelludo en la nuca, sus orejas, orejas largas, redondas, anchas. Horribles orejas o hermosas orejas. Todas le gustaban. Lo excitaba el gesto más inesperado. Una forma de echar edulcorante al café. El estilo esquivo de preguntarle cosas sin mirarlo a la cara. La manera en que ellas se sentaban o se incorporaban de las sillas. El mínimo gesto, imperceptible marca en el orillo, de tomar una lapicera o escribir en la compu. Había estudiado casi todas sus modalidades posibles de la tarea de volverse a vestir después del amor. El arrullo de la ropa deslizándose nuevamente por el cuerpo. El ruido metálico de los cierres. La leve inclinación de la cabeza para enganchar los aros. Todo lo tenía en su mente y en su cuerpo, hasta el más mínimo detalle que había aprendido a archivar en su memoria. Se sabía casi todos los movimientos de la lenta vuelta a la realidad de las mujeres después del amor. Amaba eso. Pero siempre esperaba que el ritual de volver a ser ellas durara lo menos posible y finalizara enseguida.
Así que, extendido su metro ochenta y cuatro en la cama desecha se quedó mirando la puerta de su habitación entreabierta. Pensando tonterías, como si finalmente aceptaría el gatito de regalo que su hijo de ocho años le quería regalar. O qué tendría para mañana en la reunión de creativos de la agencia. Con un whisky en la mesa de luz y la luz de los faroles callejeros atenuados por la persiana, que se filtraban en su pieza, se sintió contento. Feliz porque había aprendido a conocerlas a todas ellas. Ellas le contaban intimidades, le confesaban temores, le revelaban secretos. Las quería a todas.

A los quince minutos de la salida de escena de ella, Mariano ya había recompuesto totalmente y en detalle su vida en solitario. No tenía de qué quejarse. Se levantó de un salto aunque no quiso hacer ruido porque ya eran las dos y media. Decidió darse una ducha en medio de la madrugada ya que calculó que a la mañana estiraría unos minutos el sueño. Así que calentó el baño y se demoró bajo la ducha con el gel revitalizante y el jabón de glicerina.   Los minutos que llevaba debajo del agua para enjuagarse se demoraron más de lo habitual, pensó, cuando recobró el devenir de las cosas en su cabeza luego de unos segundos de “blanco” en que se encontró a sí mismo mirando los azulejos celestes. Qué le había pasado? No sé. Algo me había molestado, algo se cruzó en el camino, una piedra en el zapato, una distracción. Cuidado. Cuando salió de la ducha decidió afeitarse. Con energía pero lentamente distribuyó la espuma en su rostro. No tuvo más remedio que mirarse en el espejo. Quedó atónito, por unos segundos demorado en esa cara un poco fofa, colorada por el calor, marcada a izquierda y derecha por unos surcos desconocidos.  Su rostro. Qué me estaba pasando? Por qué tanto lío con mi cara?  Y este cuerpo que me acompaña? En qué está?. Se dijo mientras bajaba la vista al torso, su sexo, muslos, rodillas y al final sus pies. “Al final”, dijo, justo en el momento en que no pudo aferrarse a la fantasía de estar solo. Con el apuro de querer volver a la cama se lastimó la mejilla derecha con la maquinita de afeitar. Asomó un hilo rojo, luego una pelotita viva, burbujeante. Mariano pensó que era la expresión más vivificante y real que había tenido en mucho tiempo. 

jueves, 13 de febrero de 2014

LAS VIOLETAS


En “Las Violetas” sentado a una mesa apartada, como era su costumbre, Roberto esperaba a Isabel, nervioso, inestable. A tal punto, esta vez lo había atrapado la ansiedad que su voluminoso cuerpo había adquirido sin darse cuenta, independiente, un vaivén gracioso que iba del respaldo de la silla hasta el borde de la mesa con mantel blanco, un síntoma nervioso que Roberto no había percibido a pesar de la ostensible movilidad de su torso.  Roberto no quería parecer inseguro. Nunca. Esta vez habían pasado mínimo tres o cuatro meses de ausencia. Isabel había iniciado una pareja estable y cortó de cuajo la ya larga relación que mantenían. Y ahora venía a anunciar su casamiento, una novedad que ya había sido anticipada convenientemente por mail para evitar escenas desagradables o tristes.
Él casado, dos hijas. Emprendedor exitoso, mini empresario vivaz e inteligente en el campo de la digitalización de imágenes. Ella, una mujer acomodada con varios departamentos a su nombre y una renta holgada que le permitía dedicarse a lo que más le gustaba: el cine (ver en realidad) y los viajes. No crean que Isabel era una mujer frívola. Estaba muy al tanto del acontecer político, de las siempre infaustas novedades económicas, también de lo que ocurría en el mundo en general e incluso leía las páginas de avisos fúnebres que La Nación ofrenda en sus ediciones. También le preocupaban el estado calamitoso de las veredas de Buenos Aires y la basura agolpada en las esquinas. O los impuestos que atenazaban sus pingües ingresos, tanto como el hambre en el mundo y el cambio climático, pero en ese orden. Isabel era una mujer atenta a la vida cotidiana, la sacaban de quicio las baldosas flojas o la pared descascarada en el consultorio de su médico. El monto de la cuenta del súper que traía su empleada y las manchitas violáceas en sus piernas, como hormiguitas que se empeñaban en extenderse. Miraba los noticieros de la televisión con desapasionamiento. Ese espectáculo que recrean todos los días insistentemente los canales no era otra cosa que una seguidilla de imágenes extrañas, ajenas, lejanas de su micromundo de la Recoleta.  No, no era frívola. Quizás algo desatenta, distante del resto de la gente. Pero no era una actitud superficial sino una gota de distracción, un espacio en blanco en su relación con el resto del mundo lo que la colocaba un poco más allá. No había cinismo en su actitud, sólo ingenuidad. Isabel amaba a Roberto. Lo había amado pese a las naturales dilaciones de Roberto, un hombre casado, dos hijas, emprendedor exitoso. Pero Isabel no llamaba dilaciones a eso que Roberto hacía con ella. Las llamaba cobardías porque sabía que él la amaba de igual manera. O de distinta, quién sabe, pero eso estaba. Estaba la correspondencia. La línea que los conectaba estaba intacta. El deseo a flor de piel, el sexo sentido. Aunque, claro, Roberto evadía el tema de los “sentimientos” por su propia naturaleza tramposa. En realidad, había dejado entrever un sentimiento amoroso, intensamente amoroso, una tarde en que cuando llegó al clímax le pidió casi autoritariamente a ella que lo mirara a los ojos. “Miráme, miráme”. Isabel entendió en un instante la verdad de ese requerimiento. Para ella fue un “este soy yo y te quiero”. Pero nunca oyó esas palabras.
Esa tarde en “Las Violetas” iba a ser el reencuentro. Sí, Isabel tiene una pareja, estable, amorosa, sólida. Y se iba a casar. Pero quería volver a Roberto. Quería saber de él, volver a él. En forma figurada, claro, porque nunca estuvo en sus planes volver a acostarse con Roberto.  Qué era eso? Cariño? Nostalgia? Amor? No tenía tiempo para interrogantes. Para él, en cambio, la cita debía ser el prolegómeno de una vuelta. Nadie, nunca, en su largo historial de infidelidades lo había hecho sentir tan bien como Isabel. En principio, el cuerpo de ella se le incorporó al suyo con tanta naturalidad que al principio Roberto tomó distancia porque se asustó de esa confianza corporal. Después se acostumbró y siempre la disfrutó. Qué cálida era Isabel, qué caliente. Qué mujer.
Hablábamos de la vuelta que pergeñaba Roberto. Su destino era la cama, su estudio quedaba a sólo cuadra y media del lugar. Iban a comer, se decía, a tomar un buen vino (poco, antes del sexo no es recomendable una libación exagerada), un café apurado y el primer beso y después otro y otro. Se imaginaba a los dos caminando por Castro Barros, él rodeándola con su brazo extendido a lo largo de su cintura, ella riéndose de sus comentarios absurdos sobre la vecina del quinto que se empeñaba en espiarlo mientras trabajaba sin zapatos y en calzoncillo, en la soledad de su estudio, respondiendo mails y haciendo llamados telefónicos. Juntos los dos como siempre, sin planes, sin ataduras, libres. Sin destino y sin futuro.  Después él, como casi siempre, la acosaría en el ascensor y le diría que la iba a violar, serio, con cara de circunstancia. Ella se dejaría llevar por la situación y con voz de niña le preguntaría “y cómo? Por qué señor?”.  Al borde de la excitación, Roberto apenas podría manipular las llaves para entrar al estudio. Con la resolana de la tarde, con el frío de junio, sin cama, en el sofá sin abrir, medio vestidos, medio desnudos, harían el amor. Roberto había construido todo el derrotero en su mente y en su cuerpo. La escena ya estaba escrita en las palmas de sus manos y en su sexo. No había vuelta atrás.
Isabel llegó a la confitería con un tapado rojo, una blusa color natural, bastante escotada y un pantalón negro. Ganadora de antemano porque venía a blandir su condición de “novia prenupcial” de otro. No era venganza, ni despecho. Era justicia. Cuando llegó, sin saber por qué, él se mostró hostil. No soporto verla cuando ella se inclinó para buscar algo en su cartera y entrevió esas tetas que tanto le gustaban. Entonces le dijo “no sé por qué te pusiste esa blusa, te hace más vieja”. Isabel levantó la vista de su cartera y lo miró seria, pero después se rió. Enseguida descubrió el regalo que le llevaba, un libro sobre la historia de los samuráis, un tema que a él lo apasionaba desde siempre. Y le dijo “feliz día del padre”. “Por qué? Yo no soy más tu papito”.  Segunda gota de frío en la mesa mientras el mozo acercaba dos ensaladas. Después vino la conversación, formal. La escalada de novedades de los últimos meses, personales y de las otras. La enumeración de películas que ella había visto y de los libros que él había leído. No hubo preguntas sobre el estado “civil” de Isabel. Apenas un “estás bien?”. “si, claro”. “Ahá”.
El mantel blanco parecía una extensa pista de nieve. Un enorme corredor inmaculado que nadie quería tocar, por temor a manchar la superficie con las realidades unilaterales. Nada había ya sobre esa mesa que los uniera. El café fue la última conquista de Roberto. Después no quedó nada más.

Cuando se iban, Isabel apuró un taxi en la esquina de Salguero. Como venganza final Roberto la besó dulcemente, largamente. Isabel no supo qué hacer entre la vergüenza ante el taxista y los transeúntes y la sorpresa y el pequeño derrame de calentura que sintió.  Se mantuvo parada un instante haciendo un poco de equilibrio con la puerta abierta del taxi, sosteniendo en su brazo el tapado rojo porque había salido un sol inédito para junio. Volvió su rostro al interior del auto pero luego volvió a Roberto. “Volvió” a Roberto. Relajado y con una sonrisa enorme, él le dijo “sé feliz”, la ayudó a entrar al coche y cerró la puerta. Nunca se volvieron a ver.

martes, 4 de febrero de 2014

DOS A QUERERSE



Los años que habían vivido juntos, en rigor no “vivido” sino que debería decir “estado”. “Compartido”. ¿“Transcurrido”? Ese tiempo emparejado en forma de dúo, que vivían los dos, le habían borrado de a poco el deseo del cuerpo.  Ana y Jorge se conocieron en circunstancias difíciles para los dos. Ella, recientemente viuda. Azotada por la soledad y el miedo. Él, separado y con un largo historial de fracasos que nunca entendió. Los dos se conocían desde hacía años, pero se autocatalogaron, para evitar pasar a ligas mayores, como “amigos”. Cuando Ana llevaba año y medio de ostracismo social, Jorge ya iba por la quinta relación más o menos seria que naufragaba. Jorge, decía, no lograba entender en qué fallaba. Aunque públicamente hacía responsable siempre a sus mujeres por la ruptura. “Me abandonó”. Y entonces practicaba la autocomplacencia, el rítmico sufrimiento del abandonado, ese vaivén doloroso que nos exime de responsabilidad en la experiencia fallida, más aún, nos borra el dolor de los errores cometidos y sólo queda el run run de un fracaso más. Al final, se parece más a un deporte que a una experiencia de vida.  No obstante, Jorge, íntimamente, conocía muy bien sus errores. Fallas de fábrica, diría él. Tan diligente, tan amable, pero tan desentendido del resto de la humanidad, quizás negligente. Tan desinteresado por el otro. Pero cuando resolvió contactar a Ana, sabía que esa aventura iba a ser diferente. Ana le importaba, siempre le importó. Ana le gustaba y en verdad que no había logrado sacársela de la cabeza por más distracción sentimental que ensayara, incluido su matrimonio.
Ana recibió el llamado con alegría, aunque ya se había olvidado de la cara de Jorge, ese chico de la cuadra que tanto la había atraído alguna vez, a sus 17.  Se encontraron, se entendieron inmediatamente con un cruce de pocas palabras que resultaron un lenguaje propio y conocido y que figuraba el derrotero sentimental de cada uno: aburrimiento, desinterés, sufrimiento, entusiasmo, soledad, dolor, cariño. Luego vinieron los besos, la ineludible continuidad física arrastrada por quién sabe cuántos gestos atávicos en una mano que se estira para acariciar o en el beso sedoso, de labios sedosos y de lenguas que los dos sintieron como terciopelo la primera vez. Hicieron el amor con sobriedad, con menos cuidado la segunda, y para los tres o cuatro meses de perseverancia y deseo más o menos continuo, ya se habían aprendido las maneras, raras, extrañas maneras, inéditas, de inventar el sexo entre los dos. Pero Ana empezó a alejarse de la burbuja del deseo, sin darse cuenta al principio. Después, con la toma de conciencia, emparentó su enfriamiento con cierto envejecimiento en alguna zona de su cuerpo, decía. Pero después comprendió que ya no le interesa el sexo y que ya no le interesaba Jorge en ese aspecto, sólo en ese amplio y fértil terreno del sexo. Eso fue todo, no fue una revelación, ni un deslumbramiento por la decadencia de su cuerpo o el adormecimiento de su mente.  Ana lo incorporó como una situación más, cotidiana, de su vida adulta.
Una tarde, más bien, tardecita de otoño, creo que era mayo, principios de mayo, cuando los dos se acariciaban mansamente en la cama, todavía no deshecha, Ana le dijo a Jorge que ya no quería tener más sexo. Se lo dijo pausadamente, incluso exageró un poco el silabeo para que no haya equívocos, subrayando el “no”,  insalvable negativa que redujo a Jorge a un estado casi larvado al instante inmediato en que finalizó la corta frase de Ana “no quiero tener más sexo”. Y agregó “no es con vos, es con todos, creo”. Jorge logró desenroscarse del estado reptil en que había quedado y reducido por el veneno de Ana. Así lo había tomado. No dijo nada. No ensayó nada, no insistió ni con media palabra porque a Ana no le hubiera gustado y él no quería importunarla. Asintió, se incorporó en la cama y le preguntó si quería tomar un té.
Desde aquella tardecita Ana y Jorge evitan el amasijo corporal de las caricias sexuales. Evaden el toqueteo. El sacrificio lo hacía Jorge, que debía poner en práctica una serie complicada de mecanismos internos cada vez que se mete en la cama con Ana. Ah, porque duermen juntos todas las noches.  El televisor es la mediación que les permite el desapego, la pantalla encendida es lo único encendido en la pieza. Es el adormecimiento previo que a Jorge lo pone en caja, y siempre lo agradece. Después viene un “buenas noches” o “hasta mañana”. Un beso en la mejilla. Eso es todo. Para Ana todo es tan natural que llegó a pensar en casarse con Jorge. Pero cuando esa fantasía se le esparce en su mente, mira a ese hombre que tiene dormido al lado, de leve ronquido, con breves espasmos oníricos y piensa…quién es este hombre que duerme a mi lado?

lunes, 3 de febrero de 2014

A LA HORA SEÑALADA





Cinco minutos bastaron para saber dónde estaba parado cada uno. En este caso, en estado de reposo, ambos.  Cinco minutos cara a cara. Cuerpo a cuerpo. Trenzados en la cama, sin mediaciones, sin barreras. Cinco minutos sin repetir y sin soplar, sin parpadear. Esperando que uno u otro afloje, ceda o desobedezca los usos y costumbres del sexo. La diferencia fue plantada por un forro, o un preservativo. Tema peliagudo para los cincuentones. De todos modos, la cena del 24 de diciembre transcurría a los tumbos, con preguntas inconducentes o frases fuera de lugar. O interpretadas por el otro como “fuera de lugar”. Mercedes y César provenían de mundos diferentes.  Él, un analista de sistemas o al menos eso era lo que decía en el perfil de su cuenta.  En realidad era un “idóneo” en temas informáticos. Ella, una historiadora dedicada a la sistematización de un tema tan alejado y extraño que con el correr de los años quedó catalogada como “investigadora exótica”. Hacía veinte años que Mercedes estudiaba minuciosamente, pero sin resultados novedosos, la cultura de la etnia vilela, pero ese es terreno para otra entrega.

Se habían conocido por la página de encuentros, con muy pocas experiencias previas. Hubo salidas. Almuerzos, museo, caminatas (varias, que César afrontó como pudo con la artrosis en su pie izquierdo).  Decíamos, helado (pistacho y chocolate para Mercedes y César pidió al tun tun mouse de limón y chocolate porque simplemente no le gusta el helado pero quería acompañar).  Infinidad de cafés y unas cuantas conversaciones telefónicas que se demoraban inexorablemente en encontrar el rumbo del encuentro. También hubo cine y un gesto de, digamos, acomodamiento de Mercedes. O mejor dicho de descanso. O de confianza, cuando ella recostó el costado derecho de su cabeza en el hombro izquierdo de César.  En este caso, no se podría decir que una cosa llevo a la otra, sino que la voluntad fue enderezando el desvío caprichoso de las vidas que parecían estar destinadas al desencuentro. Cada uno fue revistiendo sus debilidades, sus errores, sus defectos, incluso sus dolencias. Fueron labrando pedacito a pedacito el mármol frío del destino. Se abocaron a construir la historia en común, aunque no se sintieran “comunes”.  Tomaron atajos. Las frases intrascendentes e incorrectas fueron ignoradas por los dos. Lo que a Mercedes en primeria instancia le parecía poco feliz, un comentario tirado al boleo por César,  sin fundamento, era desechado sin más. Jugaban a saltar escollos, a sortear dificultades, a limar asperezas. A construir algo en común. Mercedes y César, laboriosamente, ignoraban todo aquello que no les gustara del otro. Si Mercedes arreciaba con algún comentario que César juzgaba políticamente incorrecto, desordenado, sin sustento “real”, diría, era desechado al instante por un mecanismo inconsciente de “delete” emocional que seguía funcionando a la perfección.  El deseo de encontrarse con el otro era más fuerte. Lo mismo le sucedía a Mercedes. Cuando él inspiraba por la nariz (ya lo había hecho varias veces) antes de expirar una frase tonta, intrascendente, baladí, como diría Mecha, ella pegaba un volantazo para no ver. O no escuchar. Primaba el deseo de encontrarse, de rescatar del otro los rasgos comunes, las coincidencias (no muchas), las afinidades. Lo categórico no es la esencia de los encuentros fabricados, reina en ellos la intrascendencia y el relativismo. Esa es la materia que los unirá, aunque sea por un tiempo. Lo demás es fábula. Mercedes y César lo sabían.


Así es que llegamos a la escena de la cama, una noche de navidad de 2011. En un arranque de audacia, Mercedes lo había invitado a cenar la cena de la natividad para luego cometer el pecado de lo prohibido. Eso estaba en el ánimo de los dos. Pero la atmósfera de la cena se avinagró cuando con tono de descuido él le preguntó qué había estado haciendo a la tarde, cuando no le respondió su llamada. Mercedes lo tomó mal pero no se descubrió, permaneció camuflada en una media sonrisa y con un tono un poco soberbio le respondió que “en la peluquería”. Al rato, César puso en marcha una estrategia que había diseñado antes de cruzar el umbral de la casa de Mecha en Villa Urquiza. Él manejaba una moto. La invitó a perderse en la noche de navidad en el rodado, los dos,  con la intención de, digamos, pasados unos veinte minutos, detenerse en un suburbio poco iluminado y besarla y aremeter(la) sólo para ir calentando el ambiente. Él tenía esa fantasía.  Pero Mercedes dijo que no. César insistió una, dos veces. Pero Mecha es inflexible. En un aparte, días después, relatando el episodio a una amiga le diría “estoy fuera de práctica, no conozco los códigos, se me olvidaron las señales de seducción y me abataté”.  Igualmente, una vez más, cortando maleza y despejando el área, Mecha y César no dejaron pasar el postre y ya estaban entreverados en el borde de la cama. Se gustaban. Se atraían. Los dos estaban muy animados. Pero cuando ella sacó los forros de su mesa de luz, él se acobardó y no supo cómo explicarle que así  le sería muy difícil salvar la honra. Desesperado, pero incólume en su hombría le dijo, le explicó, que no le gusta hacerlo con preservativos. Mercedes, ya lo sabemos, es inflexible. De todos modos dudó, porque la duda es algo que acompaña al inflexible. Es la excusa que necesitan para no torcer el brazo. Ella lo miró, le mostró el sobrecito y le dijo que era “necesario”. “Es nuestra primera vez”. Los dos minutos siguientes se gastaron en argumentos al paso, fundamentaciones atendibles de ambos lados y al final manotazos de ahogado. Pero el océano entre ellos iba creciendo sin más. Como último recurso, César la atrajo una vez más hacia él, tumbados en la cama King size, el acolchado azul un poco desordenado, ella sin zapatos, él con la camisa abierta. Ella con la pollera desabrochada, él con el pelo, su sedoso pelo canoso que a ella tanto le gustaba, revuelto por las caricias de Mecha, como aleteos amorosos. Muy sinceros por otra parte. Él la besó, una, dos veces. En el cuello (una zona sensible para Mecha). Con la calentura, Mercedes se había escapado del mandato impuesto. Pero retomó el hilo cuando logró desentrañarse un poco y tenerlo a distancia, a poca distancia en realidad, unos diez centímetros. Fueron suficientes para que ella blandiera una vez más el “Prime” delante de su rostro. Eso fue ofensivo para él. Pasó uno, luego pasaron dos, tres, unos cinco minutos. Sin hablarse, como el instante eterno de “A la hora señalada”. César le dijo, finalmente, “creo que me tengo que ir”. Mercedes asintió, muda. Hubiera sido una noche casi perfecta a no ser por los miles de años que precedieron a ese rumor del tiempo que se jugó en la cama entre un hombre y una mujer. Miles de años, concentrados en un adminículo precioso y preciado, un preservativo, el símbolo del “sexo seguro”, en un mundo rasgado por la vida “en soledad e insegura”.