Con sus sentidos afinados por la práctica del amor, Fabián
se queda solo mirando el techo. El movimiento imperceptible de sus talones
rozando la sábana arremolinada. La brisa tenue que modificaba el aire apelmazado
en el cuarto, el giro cariñoso de su nuca contra la almohada, todo lo que
imperceptiblemente acontecía en el breve cuadrado que era su pieza, todo,
decíamos, era registrado por Fabián con el meticuloso pero involuntario afán de
tomar nota de su lenta vuelta a la vida. Después del amor.
Quedaba exánime, tumbado en la cama boca arriba, y toda la
superficie de su cuerpo era un mapa superpoblado de radares que tomaban cualquier
movimiento o cambio infinitesimal en la atmósfera, algo que usualmente los
humanos no podemos percibir. Fabián escuchaba más allá de la posibilidad de su
oído, su nariz era una pantalla parabólica que atrapaba hasta el desliz olfativo
más esquivo. Sus poros, su piel, su cuerpo, un campo fértil donde se posaba
hasta el más mínimo pliegue de realidad.
Así quedaba en estado de sobrehumanidad, sin explicarse por qué.
Estela ya se había ido hacía una media hora. Tras cuatro o
cinco horas de amor más o menos intenso, con interrupciones para tomar algo y
picar queso y aceitunas que Fabián siempre deja en la heladera por las dudas.
Al cabo del registro pormenorizado de su íntimo medio
ambiente, Fabián decidió darse una ducha. Una vez más notó en la blancura de la
sábana, a la altura de su pantorrilla derecha, un hilo apenas rojo. Lo observó
dos segundos y saltó hacia el baño.
Estela le había dejado flores y un postre de lemon pie ahora
medio derretido por el calor. Cuando entraba al baño vio con el rabillo del ojo
esa naturaleza muerta abandonada por su
amante. Flores y torta. Y pensó cuánto la quería. Pero el desconcierto pasó
rápido como una flecha.
Diez días después, Camila se despide de Fabián en la cama
con un largo beso. Eran las dos y media de la mañana y tenía que levantarse
temprano. Fabián la dejó ir. Aunque en realidad quería decirle que se quedara,
que quería abrazarla, acariciarla, quedarse recostado sobre ella. Firme y
protegido. Pero no abrió la boca porque entendía que su “situación” no era tan
normal como para decir “normalidades”, es decir, abrazos, besos, caricias, etc.
Así que volvió a su asunto de la percepción de partículas invisibles y se quedó
un rato deambulando con su mente por los ruidos callados de la madera del piso
o un quejido de vaya a saber qué andamiaje de cromo que sostenía el televisor.
Todo fue registrado involuntariamente. Cuando se incorporó para ducharse notó
que su mano derecha dejaba sobre la esquina del colchón, una porción al desnudo
sin sábana, una marca roja en forma de cruz justo en el lugar en el que se
apoyaba. De ahí pasó a sus actividades.
Bety es quien más entiende su “situación”. Un hombre casado
como Fabián, lo sabe, nunca le iba a hacer promesas. Es cosa de unas horas, se
dice en silencio. De un rato, y nada
más. Pero Bety intuye, sabe, que Fabián la ama. No se equivocaba. Ese martes a
la nochecita cuando compartieron un rato en el departamentito de “soltero” de
Fabián, decide quedarse un rato más de lo habitual. Lo besó y clavó su mentón
sobre el pecho peludo de Fabián, un poco inquiriéndolo, observándolo. En ese
momento fue que vio una marquita roja a la altura de la oreja izquierda de él.
Como un pelo sobre la almohada. Lo tocó y miró la oreja de Fabián pero no vio
nada raro. Ningún raspón, lastimadura, herida. Nada. Cuando al rato se fue,
dejó a Fabián extenuado y pensando cuánto la amaba.
Es que Fabián no podía emprender el sexo sin el amor
incondicional. Era un amor lúcido, acontecido en cada arremetida del sexo. Era
un amor para cada una de ellas. Las quería. Las amaba. A todas ellas. Se quedó
pensando en eso, en ese sentimiento que aparecía en su mente no con estas
palabras. Sino en forma de remolino multicolor, en forma de volcán anaranjado,
como un magma de sensaciones que le decían, claramente aunque no con palabras,
cuánto las amaba. A todas ellas.
Cuando escuchó que Bety cerraba la puerta se tocó la oreja
izquierda. No sintió nada, pero sí noto que la hebra roja se había convertido
en la almohada en un manchón bemellón, inconfundible.
Así se sucedieron algunas semanas más, con Adriana, Flor y
Victoria. Todas amantes tan queridas, pensaba Fabián.
Hace una semana, Victoria lo dejó, como siempre, estirado en
la cama, desnudo y vuelto hacia la ventana que los cubrió de la llovizna. Pero
ese día algo había sido diferente. Cuando el juego del sexo los llevó al placer
oral, Fabián eyaculó un líquido levemente sanguinolento que no era,
definitivamente, semen. Victoria se quedó mirando la mancha sobre la sábana y
las piernas de Fabián y su propio torso. Fabián la tranquilizó diciéndole que
posiblemente tenía alguna pequeña herida externa, que al día siguiente iría al
médico.
Así quedó Fabián arrullando al ritmo de la llovizna de
afuera. Poco a poco se fue acurrucando entre las sábanas, luego se estiró bajo
la frazada beige de polar. Tenía frío, mucho. Comenzó a sudar, “un bajón de
presión”, pensó. Pensó mientras se elevaba sobre la cama y una brisa algo fría
le cubría el cuerpo flotante. Miró para un costado (la ventana), para el otro
(el placard con sus puertas corredizas y espejadas ). Allí se vio blanco,
acuoso, goteando sangre. Entendió las marcas rojas y el desagote sanguinolento.
Y cuánto había sacrificado por el amor no profesado. Tanto amor sólo podía ser
liberado en una corriente de sangre. Tan esquivo había sido. Tan negador de la
verdad del amor hacia sus mujeres. Y no pudo soportarlo.
Lo encontraron 10 horas después, desangrado en la cama.







