En “Las Violetas” sentado a una mesa apartada, como era su
costumbre, Roberto esperaba a Isabel, nervioso, inestable. A tal punto, esta
vez lo había atrapado la ansiedad que su voluminoso cuerpo había adquirido sin
darse cuenta, independiente, un vaivén gracioso que iba del respaldo de la
silla hasta el borde de la mesa con mantel blanco, un síntoma nervioso que
Roberto no había percibido a pesar de la ostensible movilidad de su torso. Roberto no quería parecer inseguro. Nunca. Esta
vez habían pasado mínimo tres o cuatro meses de ausencia. Isabel había iniciado
una pareja estable y cortó de cuajo la ya larga relación que mantenían. Y ahora
venía a anunciar su casamiento, una novedad que ya había sido anticipada
convenientemente por mail para evitar escenas desagradables o tristes.
Él casado, dos hijas. Emprendedor exitoso, mini empresario
vivaz e inteligente en el campo de la digitalización de imágenes. Ella, una
mujer acomodada con varios departamentos a su nombre y una renta holgada que le
permitía dedicarse a lo que más le gustaba: el cine (ver en realidad) y los
viajes. No crean que Isabel era una mujer frívola. Estaba muy al tanto del acontecer
político, de las siempre infaustas novedades económicas, también de lo que
ocurría en el mundo en general e incluso leía las páginas de avisos fúnebres
que La Nación ofrenda en sus ediciones. También le preocupaban el estado
calamitoso de las veredas de Buenos Aires y la basura agolpada en las esquinas.
O los impuestos que atenazaban sus pingües ingresos, tanto como el hambre en el
mundo y el cambio climático, pero en ese orden. Isabel era una mujer atenta a
la vida cotidiana, la sacaban de quicio las baldosas flojas o la pared
descascarada en el consultorio de su médico. El monto de la cuenta del súper
que traía su empleada y las manchitas violáceas en sus piernas, como
hormiguitas que se empeñaban en extenderse. Miraba los noticieros de la televisión
con desapasionamiento. Ese espectáculo que recrean todos los días insistentemente
los canales no era otra cosa que una seguidilla de imágenes extrañas, ajenas,
lejanas de su micromundo de la Recoleta. No, no era frívola. Quizás algo desatenta,
distante del resto de la gente. Pero no era una actitud superficial sino una
gota de distracción, un espacio en blanco en su relación con el resto del mundo
lo que la colocaba un poco más allá. No había cinismo en su actitud, sólo
ingenuidad. Isabel amaba a Roberto. Lo había amado pese a las naturales
dilaciones de Roberto, un hombre casado, dos hijas, emprendedor exitoso. Pero
Isabel no llamaba dilaciones a eso que Roberto hacía con ella. Las llamaba
cobardías porque sabía que él la amaba de igual manera. O de distinta, quién
sabe, pero eso estaba. Estaba la correspondencia. La línea que los conectaba
estaba intacta. El deseo a flor de piel, el sexo sentido. Aunque, claro,
Roberto evadía el tema de los “sentimientos” por su propia naturaleza tramposa.
En realidad, había dejado entrever un sentimiento amoroso, intensamente
amoroso, una tarde en que cuando llegó al clímax le pidió casi autoritariamente
a ella que lo mirara a los ojos. “Miráme, miráme”. Isabel entendió en un
instante la verdad de ese requerimiento. Para ella fue un “este soy yo y te
quiero”. Pero nunca oyó esas palabras.
Esa tarde en “Las Violetas” iba a ser el reencuentro. Sí,
Isabel tiene una pareja, estable, amorosa, sólida. Y se iba a casar. Pero
quería volver a Roberto. Quería saber de él, volver a él. En forma figurada,
claro, porque nunca estuvo en sus planes volver a acostarse con Roberto. Qué era eso? Cariño? Nostalgia? Amor? No tenía
tiempo para interrogantes. Para él, en cambio, la cita debía ser el prolegómeno
de una vuelta. Nadie, nunca, en su largo historial de infidelidades lo había
hecho sentir tan bien como Isabel. En principio, el cuerpo de ella se le
incorporó al suyo con tanta naturalidad que al principio Roberto tomó distancia
porque se asustó de esa confianza corporal. Después se acostumbró y siempre la
disfrutó. Qué cálida era Isabel, qué caliente. Qué mujer.
Hablábamos de la vuelta que pergeñaba Roberto. Su destino
era la cama, su estudio quedaba a sólo cuadra y media del lugar. Iban a comer,
se decía, a tomar un buen vino (poco, antes del sexo no es recomendable una
libación exagerada), un café apurado y el primer beso y después otro y otro. Se
imaginaba a los dos caminando por Castro Barros, él rodeándola con su brazo
extendido a lo largo de su cintura, ella riéndose de sus comentarios absurdos
sobre la vecina del quinto que se empeñaba en espiarlo mientras trabajaba sin
zapatos y en calzoncillo, en la soledad de su estudio, respondiendo mails y
haciendo llamados telefónicos. Juntos los dos como siempre, sin planes, sin
ataduras, libres. Sin destino y sin futuro. Después él, como casi siempre, la acosaría en
el ascensor y le diría que la iba a violar, serio, con cara de circunstancia.
Ella se dejaría llevar por la situación y con voz de niña le preguntaría “y
cómo? Por qué señor?”. Al borde de la
excitación, Roberto apenas podría manipular las llaves para entrar al estudio.
Con la resolana de la tarde, con el frío de junio, sin cama, en el sofá sin
abrir, medio vestidos, medio desnudos, harían el amor. Roberto había construido
todo el derrotero en su mente y en su cuerpo. La escena ya estaba escrita en
las palmas de sus manos y en su sexo. No había vuelta atrás.
Isabel llegó a la confitería con un tapado rojo, una blusa
color natural, bastante escotada y un pantalón negro. Ganadora de antemano
porque venía a blandir su condición de “novia prenupcial” de otro. No era
venganza, ni despecho. Era justicia. Cuando llegó, sin saber por qué, él se
mostró hostil. No soporto verla cuando ella se inclinó para buscar algo en su
cartera y entrevió esas tetas que tanto le gustaban. Entonces le dijo “no sé
por qué te pusiste esa blusa, te hace más vieja”. Isabel levantó la vista de su
cartera y lo miró seria, pero después se rió. Enseguida descubrió el regalo que
le llevaba, un libro sobre la historia de los samuráis, un tema que a él lo
apasionaba desde siempre. Y le dijo “feliz día del padre”. “Por qué? Yo no soy
más tu papito”. Segunda gota de frío en
la mesa mientras el mozo acercaba dos ensaladas. Después vino la conversación,
formal. La escalada de novedades de los últimos meses, personales y de las
otras. La enumeración de películas que ella había visto y de los libros que él
había leído. No hubo preguntas sobre el estado “civil” de Isabel. Apenas un
“estás bien?”. “si, claro”. “Ahá”.
El mantel blanco parecía una extensa pista de nieve. Un
enorme corredor inmaculado que nadie quería tocar, por temor a manchar la superficie
con las realidades unilaterales. Nada había ya sobre esa mesa que los uniera.
El café fue la última conquista de Roberto. Después no quedó nada más.
Cuando se iban, Isabel apuró un taxi en la esquina de Salguero.
Como venganza final Roberto la besó dulcemente, largamente. Isabel no supo qué
hacer entre la vergüenza ante el taxista y los transeúntes y la sorpresa y el
pequeño derrame de calentura que sintió. Se mantuvo parada un instante haciendo un poco
de equilibrio con la puerta abierta del taxi, sosteniendo en su brazo el tapado
rojo porque había salido un sol inédito para junio. Volvió su rostro al
interior del auto pero luego volvió a Roberto. “Volvió” a Roberto. Relajado y con
una sonrisa enorme, él le dijo “sé feliz”, la ayudó a entrar al coche y cerró
la puerta. Nunca se volvieron a ver.

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