Cinco minutos bastaron para saber dónde
estaba parado cada uno. En este caso, en estado de reposo, ambos. Cinco minutos cara a cara. Cuerpo a cuerpo.
Trenzados en la cama, sin mediaciones, sin barreras. Cinco minutos sin repetir
y sin soplar, sin parpadear. Esperando que uno u otro afloje, ceda o
desobedezca los usos y costumbres del sexo. La diferencia fue plantada por un
forro, o un preservativo. Tema peliagudo para los cincuentones. De todos modos,
la cena del 24 de diciembre transcurría a los tumbos, con preguntas inconducentes
o frases fuera de lugar. O interpretadas por el otro como “fuera de lugar”. Mercedes
y César provenían de mundos diferentes.
Él, un analista de sistemas o al menos eso era lo que decía en el perfil
de su cuenta. En realidad era un
“idóneo” en temas informáticos. Ella, una historiadora dedicada a la
sistematización de un tema tan alejado y extraño que con el correr de los años
quedó catalogada como “investigadora exótica”. Hacía veinte años que Mercedes
estudiaba minuciosamente, pero sin resultados novedosos, la cultura de la etnia
vilela, pero ese es terreno para otra entrega.
Se habían conocido por la página de
encuentros, con muy pocas experiencias previas. Hubo salidas. Almuerzos, museo,
caminatas (varias, que César afrontó como pudo con la artrosis en su pie
izquierdo). Decíamos, helado (pistacho y
chocolate para Mercedes y César pidió al tun tun mouse de limón y chocolate porque
simplemente no le gusta el helado pero quería acompañar). Infinidad de cafés y unas cuantas
conversaciones telefónicas que se demoraban inexorablemente en encontrar el
rumbo del encuentro. También hubo cine y un gesto de, digamos, acomodamiento de
Mercedes. O mejor dicho de descanso. O de confianza, cuando ella recostó el
costado derecho de su cabeza en el hombro izquierdo de César. En este caso, no se podría decir que una cosa
llevo a la otra, sino que la voluntad fue enderezando el desvío caprichoso de
las vidas que parecían estar destinadas al desencuentro. Cada uno fue
revistiendo sus debilidades, sus errores, sus defectos, incluso sus dolencias.
Fueron labrando pedacito a pedacito el mármol frío del destino. Se abocaron a
construir la historia en común, aunque no se sintieran “comunes”. Tomaron atajos. Las frases intrascendentes e
incorrectas fueron ignoradas por los dos. Lo que a Mercedes en primeria
instancia le parecía poco feliz, un comentario tirado al boleo por César, sin fundamento, era desechado sin más. Jugaban
a saltar escollos, a sortear dificultades, a limar asperezas. A construir algo
en común. Mercedes y César, laboriosamente, ignoraban todo aquello que no les
gustara del otro. Si Mercedes arreciaba con algún comentario que César juzgaba
políticamente incorrecto, desordenado, sin sustento “real”, diría, era
desechado al instante por un mecanismo inconsciente de “delete” emocional que
seguía funcionando a la perfección. El
deseo de encontrarse con el otro era más fuerte. Lo mismo le sucedía a Mercedes.
Cuando él inspiraba por la nariz (ya lo había hecho varias veces) antes de
expirar una frase tonta, intrascendente, baladí, como diría Mecha, ella pegaba
un volantazo para no ver. O no escuchar. Primaba el deseo de encontrarse, de
rescatar del otro los rasgos comunes, las coincidencias (no muchas), las
afinidades. Lo categórico no es la esencia de los encuentros fabricados, reina
en ellos la intrascendencia y el relativismo. Esa es la materia que los unirá,
aunque sea por un tiempo. Lo demás es fábula. Mercedes y César lo sabían.
Así es que llegamos a la escena de la cama,
una noche de navidad de 2011. En un arranque de audacia, Mercedes lo había
invitado a cenar la cena de la natividad para luego cometer el pecado de lo prohibido.
Eso estaba en el ánimo de los dos. Pero la atmósfera de la cena se avinagró
cuando con tono de descuido él le preguntó qué había estado haciendo a la
tarde, cuando no le respondió su llamada. Mercedes lo tomó mal pero no se descubrió,
permaneció camuflada en una media sonrisa y con un tono un poco soberbio le
respondió que “en la peluquería”. Al rato, César puso en marcha una estrategia
que había diseñado antes de cruzar el umbral de la casa de Mecha en Villa
Urquiza. Él manejaba una moto. La invitó a perderse en la noche de navidad en
el rodado, los dos, con la intención de,
digamos, pasados unos veinte minutos, detenerse en un suburbio poco iluminado y
besarla y aremeter(la) sólo para ir calentando el ambiente. Él tenía esa
fantasía. Pero Mercedes dijo que no. César
insistió una, dos veces. Pero Mecha es inflexible. En un aparte, días después,
relatando el episodio a una amiga le diría “estoy fuera de práctica, no conozco
los códigos, se me olvidaron las señales de seducción y me abataté”. Igualmente, una vez más, cortando maleza y
despejando el área, Mecha y César no dejaron pasar el postre y ya estaban
entreverados en el borde de la cama. Se gustaban. Se atraían. Los dos estaban
muy animados. Pero cuando ella sacó los forros de su mesa de luz, él se
acobardó y no supo cómo explicarle que así le sería muy difícil salvar la honra.
Desesperado, pero incólume en su hombría le dijo, le explicó, que no le gusta
hacerlo con preservativos. Mercedes, ya lo sabemos, es inflexible. De todos
modos dudó, porque la duda es algo que acompaña al inflexible. Es la excusa que
necesitan para no torcer el brazo. Ella lo miró, le mostró el sobrecito y le
dijo que era “necesario”. “Es nuestra primera vez”. Los dos minutos siguientes
se gastaron en argumentos al paso, fundamentaciones atendibles de ambos lados y
al final manotazos de ahogado. Pero el océano entre ellos iba creciendo sin
más. Como último recurso, César la atrajo una vez más hacia él, tumbados en la
cama King size, el acolchado azul un poco desordenado, ella sin zapatos, él con
la camisa abierta. Ella con la pollera desabrochada, él con el pelo, su sedoso
pelo canoso que a ella tanto le gustaba, revuelto por las caricias de Mecha,
como aleteos amorosos. Muy sinceros por otra parte. Él la besó, una, dos veces.
En el cuello (una zona sensible para Mecha). Con la calentura, Mercedes se
había escapado del mandato impuesto. Pero retomó el hilo cuando logró
desentrañarse un poco y tenerlo a distancia, a poca distancia en realidad, unos
diez centímetros. Fueron suficientes para que ella blandiera una vez más el
“Prime” delante de su rostro. Eso fue ofensivo para él. Pasó uno, luego pasaron
dos, tres, unos cinco minutos. Sin hablarse, como el instante eterno de “A la
hora señalada”. César le dijo, finalmente, “creo que me tengo que ir”. Mercedes
asintió, muda. Hubiera sido una noche casi perfecta a no ser por los miles de
años que precedieron a ese rumor del tiempo que se jugó en la cama entre un
hombre y una mujer. Miles de años, concentrados en un adminículo precioso y
preciado, un preservativo, el símbolo del “sexo seguro”, en un mundo rasgado
por la vida “en soledad e insegura”.


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