lunes, 3 de febrero de 2014

A LA HORA SEÑALADA





Cinco minutos bastaron para saber dónde estaba parado cada uno. En este caso, en estado de reposo, ambos.  Cinco minutos cara a cara. Cuerpo a cuerpo. Trenzados en la cama, sin mediaciones, sin barreras. Cinco minutos sin repetir y sin soplar, sin parpadear. Esperando que uno u otro afloje, ceda o desobedezca los usos y costumbres del sexo. La diferencia fue plantada por un forro, o un preservativo. Tema peliagudo para los cincuentones. De todos modos, la cena del 24 de diciembre transcurría a los tumbos, con preguntas inconducentes o frases fuera de lugar. O interpretadas por el otro como “fuera de lugar”. Mercedes y César provenían de mundos diferentes.  Él, un analista de sistemas o al menos eso era lo que decía en el perfil de su cuenta.  En realidad era un “idóneo” en temas informáticos. Ella, una historiadora dedicada a la sistematización de un tema tan alejado y extraño que con el correr de los años quedó catalogada como “investigadora exótica”. Hacía veinte años que Mercedes estudiaba minuciosamente, pero sin resultados novedosos, la cultura de la etnia vilela, pero ese es terreno para otra entrega.

Se habían conocido por la página de encuentros, con muy pocas experiencias previas. Hubo salidas. Almuerzos, museo, caminatas (varias, que César afrontó como pudo con la artrosis en su pie izquierdo).  Decíamos, helado (pistacho y chocolate para Mercedes y César pidió al tun tun mouse de limón y chocolate porque simplemente no le gusta el helado pero quería acompañar).  Infinidad de cafés y unas cuantas conversaciones telefónicas que se demoraban inexorablemente en encontrar el rumbo del encuentro. También hubo cine y un gesto de, digamos, acomodamiento de Mercedes. O mejor dicho de descanso. O de confianza, cuando ella recostó el costado derecho de su cabeza en el hombro izquierdo de César.  En este caso, no se podría decir que una cosa llevo a la otra, sino que la voluntad fue enderezando el desvío caprichoso de las vidas que parecían estar destinadas al desencuentro. Cada uno fue revistiendo sus debilidades, sus errores, sus defectos, incluso sus dolencias. Fueron labrando pedacito a pedacito el mármol frío del destino. Se abocaron a construir la historia en común, aunque no se sintieran “comunes”.  Tomaron atajos. Las frases intrascendentes e incorrectas fueron ignoradas por los dos. Lo que a Mercedes en primeria instancia le parecía poco feliz, un comentario tirado al boleo por César,  sin fundamento, era desechado sin más. Jugaban a saltar escollos, a sortear dificultades, a limar asperezas. A construir algo en común. Mercedes y César, laboriosamente, ignoraban todo aquello que no les gustara del otro. Si Mercedes arreciaba con algún comentario que César juzgaba políticamente incorrecto, desordenado, sin sustento “real”, diría, era desechado al instante por un mecanismo inconsciente de “delete” emocional que seguía funcionando a la perfección.  El deseo de encontrarse con el otro era más fuerte. Lo mismo le sucedía a Mercedes. Cuando él inspiraba por la nariz (ya lo había hecho varias veces) antes de expirar una frase tonta, intrascendente, baladí, como diría Mecha, ella pegaba un volantazo para no ver. O no escuchar. Primaba el deseo de encontrarse, de rescatar del otro los rasgos comunes, las coincidencias (no muchas), las afinidades. Lo categórico no es la esencia de los encuentros fabricados, reina en ellos la intrascendencia y el relativismo. Esa es la materia que los unirá, aunque sea por un tiempo. Lo demás es fábula. Mercedes y César lo sabían.


Así es que llegamos a la escena de la cama, una noche de navidad de 2011. En un arranque de audacia, Mercedes lo había invitado a cenar la cena de la natividad para luego cometer el pecado de lo prohibido. Eso estaba en el ánimo de los dos. Pero la atmósfera de la cena se avinagró cuando con tono de descuido él le preguntó qué había estado haciendo a la tarde, cuando no le respondió su llamada. Mercedes lo tomó mal pero no se descubrió, permaneció camuflada en una media sonrisa y con un tono un poco soberbio le respondió que “en la peluquería”. Al rato, César puso en marcha una estrategia que había diseñado antes de cruzar el umbral de la casa de Mecha en Villa Urquiza. Él manejaba una moto. La invitó a perderse en la noche de navidad en el rodado, los dos,  con la intención de, digamos, pasados unos veinte minutos, detenerse en un suburbio poco iluminado y besarla y aremeter(la) sólo para ir calentando el ambiente. Él tenía esa fantasía.  Pero Mercedes dijo que no. César insistió una, dos veces. Pero Mecha es inflexible. En un aparte, días después, relatando el episodio a una amiga le diría “estoy fuera de práctica, no conozco los códigos, se me olvidaron las señales de seducción y me abataté”.  Igualmente, una vez más, cortando maleza y despejando el área, Mecha y César no dejaron pasar el postre y ya estaban entreverados en el borde de la cama. Se gustaban. Se atraían. Los dos estaban muy animados. Pero cuando ella sacó los forros de su mesa de luz, él se acobardó y no supo cómo explicarle que así  le sería muy difícil salvar la honra. Desesperado, pero incólume en su hombría le dijo, le explicó, que no le gusta hacerlo con preservativos. Mercedes, ya lo sabemos, es inflexible. De todos modos dudó, porque la duda es algo que acompaña al inflexible. Es la excusa que necesitan para no torcer el brazo. Ella lo miró, le mostró el sobrecito y le dijo que era “necesario”. “Es nuestra primera vez”. Los dos minutos siguientes se gastaron en argumentos al paso, fundamentaciones atendibles de ambos lados y al final manotazos de ahogado. Pero el océano entre ellos iba creciendo sin más. Como último recurso, César la atrajo una vez más hacia él, tumbados en la cama King size, el acolchado azul un poco desordenado, ella sin zapatos, él con la camisa abierta. Ella con la pollera desabrochada, él con el pelo, su sedoso pelo canoso que a ella tanto le gustaba, revuelto por las caricias de Mecha, como aleteos amorosos. Muy sinceros por otra parte. Él la besó, una, dos veces. En el cuello (una zona sensible para Mecha). Con la calentura, Mercedes se había escapado del mandato impuesto. Pero retomó el hilo cuando logró desentrañarse un poco y tenerlo a distancia, a poca distancia en realidad, unos diez centímetros. Fueron suficientes para que ella blandiera una vez más el “Prime” delante de su rostro. Eso fue ofensivo para él. Pasó uno, luego pasaron dos, tres, unos cinco minutos. Sin hablarse, como el instante eterno de “A la hora señalada”. César le dijo, finalmente, “creo que me tengo que ir”. Mercedes asintió, muda. Hubiera sido una noche casi perfecta a no ser por los miles de años que precedieron a ese rumor del tiempo que se jugó en la cama entre un hombre y una mujer. Miles de años, concentrados en un adminículo precioso y preciado, un preservativo, el símbolo del “sexo seguro”, en un mundo rasgado por la vida “en soledad e insegura”.

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