domingo, 16 de febrero de 2014

EL HOMBRE QUE AMABA A LAS MUJERES

Solo, desparramado en la cama, sosteniendo la mirada hacia la puerta entreabierta de su habitación, Mariano ya había empezado a extrañarla. Sin embargo, no podía, aunque quería, evitar el arrebato de extrañamiento que le subía hasta el cuello inmediatamente después de tres o cuatro horas de intensa actividad en la cama. Ya tenía 44 y le era imposible evadir ese impulso vital. Deseaba eliminar a ese ser extraño que lo acompañó en su solitaria cópula. Sí, estaba agradecido, pero la gratitud lo aislaba cada vez más del amor. No hay gratitud en el amor. Y él sólo tenía un poco de agradecimiento para dar y después la despedida. El repliegue casi inmediato después del sexo se había vuelto costumbre y Mariano había aprendido a ensimismarse sin culpas después de despedir a la dama que lo acompañaba. Reiteraba una y otra vez una modalidad al paso para que el adiós no fuera traumático. Un sistema de despegue en cámara lenta que ponía en práctica pasados más o menos treinta minutos después del amor. O cuando él se sintiera del todo satisfecho. La cosa era así: después del sexo recorría con su mano lentamente la espalda o quizás el vientre de esa mujer que se había vuelto anónima, luego venían los pequeños besos, el cálido recorrido de su cabello. Alguna pregunta como "querés tomas algo?”. Si ella no atinaba a ir al baño, lo hacía él y dejaba correr el agua de la canilla generosamente, para que los minutos se derritieran hasta esfumarse. Cada minuto cuenta en el retroceso del amor. De vuelta en el cuarto, con un vaso de Coca o algo así, él volvería al cariñoso ronroneo de la despedida. Su único objetivo era expulsar ese cuerpo extraño que se había inoculado por un rato. Entonces, tras uno o dos besos lentos y cariñosos, Mariano iba descartando alguna frase meticulosa, cuidadosamente estudiada. “Qué hora es? Estoy tan cansado”. “Mañana me tengo que levantar tan temprano…”. “Es re tarde, hoy tuve un día fatal en el trabajo”. Oraciones que evocaban su entorno, su trabajo, su realidad. Nada que tuviera que ver con ella. El discurso de su método cerraba siempre en su persona. Ellas pronto entendían y sigilosamente algunas, otras molestas pero dignas, otras absolutamente despreocupadas, abandonaban el lugar.

Mariano amaba a las mujeres. No tenía en absoluto ningún conflicto con ellas. Amaba su forma ondulante de caminar, cómo se reían entre ellas, las miradas cómplices, el borde de su cuero cabelludo en la nuca, sus orejas, orejas largas, redondas, anchas. Horribles orejas o hermosas orejas. Todas le gustaban. Lo excitaba el gesto más inesperado. Una forma de echar edulcorante al café. El estilo esquivo de preguntarle cosas sin mirarlo a la cara. La manera en que ellas se sentaban o se incorporaban de las sillas. El mínimo gesto, imperceptible marca en el orillo, de tomar una lapicera o escribir en la compu. Había estudiado casi todas sus modalidades posibles de la tarea de volverse a vestir después del amor. El arrullo de la ropa deslizándose nuevamente por el cuerpo. El ruido metálico de los cierres. La leve inclinación de la cabeza para enganchar los aros. Todo lo tenía en su mente y en su cuerpo, hasta el más mínimo detalle que había aprendido a archivar en su memoria. Se sabía casi todos los movimientos de la lenta vuelta a la realidad de las mujeres después del amor. Amaba eso. Pero siempre esperaba que el ritual de volver a ser ellas durara lo menos posible y finalizara enseguida.
Así que, extendido su metro ochenta y cuatro en la cama desecha se quedó mirando la puerta de su habitación entreabierta. Pensando tonterías, como si finalmente aceptaría el gatito de regalo que su hijo de ocho años le quería regalar. O qué tendría para mañana en la reunión de creativos de la agencia. Con un whisky en la mesa de luz y la luz de los faroles callejeros atenuados por la persiana, que se filtraban en su pieza, se sintió contento. Feliz porque había aprendido a conocerlas a todas ellas. Ellas le contaban intimidades, le confesaban temores, le revelaban secretos. Las quería a todas.

A los quince minutos de la salida de escena de ella, Mariano ya había recompuesto totalmente y en detalle su vida en solitario. No tenía de qué quejarse. Se levantó de un salto aunque no quiso hacer ruido porque ya eran las dos y media. Decidió darse una ducha en medio de la madrugada ya que calculó que a la mañana estiraría unos minutos el sueño. Así que calentó el baño y se demoró bajo la ducha con el gel revitalizante y el jabón de glicerina.   Los minutos que llevaba debajo del agua para enjuagarse se demoraron más de lo habitual, pensó, cuando recobró el devenir de las cosas en su cabeza luego de unos segundos de “blanco” en que se encontró a sí mismo mirando los azulejos celestes. Qué le había pasado? No sé. Algo me había molestado, algo se cruzó en el camino, una piedra en el zapato, una distracción. Cuidado. Cuando salió de la ducha decidió afeitarse. Con energía pero lentamente distribuyó la espuma en su rostro. No tuvo más remedio que mirarse en el espejo. Quedó atónito, por unos segundos demorado en esa cara un poco fofa, colorada por el calor, marcada a izquierda y derecha por unos surcos desconocidos.  Su rostro. Qué me estaba pasando? Por qué tanto lío con mi cara?  Y este cuerpo que me acompaña? En qué está?. Se dijo mientras bajaba la vista al torso, su sexo, muslos, rodillas y al final sus pies. “Al final”, dijo, justo en el momento en que no pudo aferrarse a la fantasía de estar solo. Con el apuro de querer volver a la cama se lastimó la mejilla derecha con la maquinita de afeitar. Asomó un hilo rojo, luego una pelotita viva, burbujeante. Mariano pensó que era la expresión más vivificante y real que había tenido en mucho tiempo. 

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