Solo, desparramado en la cama, sosteniendo la mirada hacia
la puerta entreabierta de su habitación, Mariano ya había empezado a
extrañarla. Sin embargo, no podía, aunque quería, evitar el arrebato de
extrañamiento que le subía hasta el cuello inmediatamente después de tres o
cuatro horas de intensa actividad en la cama. Ya tenía 44 y le era imposible
evadir ese impulso vital. Deseaba eliminar a ese ser extraño que lo acompañó en
su solitaria cópula. Sí, estaba agradecido, pero la gratitud lo aislaba cada
vez más del amor. No hay gratitud en el amor. Y él sólo tenía un poco de
agradecimiento para dar y después la despedida. El repliegue casi inmediato
después del sexo se había vuelto costumbre y Mariano había aprendido a ensimismarse
sin culpas después de despedir a la dama que lo acompañaba. Reiteraba una y
otra vez una modalidad al paso para que el adiós no fuera traumático. Un
sistema de despegue en cámara lenta que ponía en práctica pasados más o menos
treinta minutos después del amor. O cuando él se sintiera del todo satisfecho.
La cosa era así: después del sexo recorría con su mano lentamente la espalda o
quizás el vientre de esa mujer que se había vuelto anónima, luego venían los
pequeños besos, el cálido recorrido de su cabello. Alguna pregunta como
"querés tomas algo?”. Si ella no atinaba a ir al baño, lo hacía él y
dejaba correr el agua de la canilla generosamente, para que los minutos se
derritieran hasta esfumarse. Cada minuto cuenta en el retroceso del amor. De
vuelta en el cuarto, con un vaso de Coca o algo así, él volvería al cariñoso
ronroneo de la despedida. Su único objetivo era expulsar ese cuerpo extraño que
se había inoculado por un rato. Entonces, tras uno o dos besos lentos y
cariñosos, Mariano iba descartando alguna frase meticulosa, cuidadosamente
estudiada. “Qué hora es? Estoy tan cansado”. “Mañana me tengo que levantar tan
temprano…”. “Es re tarde, hoy tuve un día fatal en el trabajo”. Oraciones que
evocaban su entorno, su trabajo, su realidad. Nada que tuviera que ver con ella.
El discurso de su método cerraba siempre en su persona. Ellas pronto entendían
y sigilosamente algunas, otras molestas pero dignas, otras absolutamente
despreocupadas, abandonaban el lugar.
Mariano amaba a las mujeres. No tenía en absoluto ningún
conflicto con ellas. Amaba su forma ondulante de caminar, cómo se reían entre
ellas, las miradas cómplices, el borde de su cuero cabelludo en la nuca, sus
orejas, orejas largas, redondas, anchas. Horribles orejas o hermosas orejas.
Todas le gustaban. Lo excitaba el gesto más inesperado. Una forma de echar
edulcorante al café. El estilo esquivo de preguntarle cosas sin mirarlo a la
cara. La manera en que ellas se sentaban o se incorporaban de las sillas. El
mínimo gesto, imperceptible marca en el orillo, de tomar una lapicera o
escribir en la compu. Había estudiado casi todas sus modalidades posibles de la
tarea de volverse a vestir después del amor. El arrullo de la ropa deslizándose
nuevamente por el cuerpo. El ruido metálico de los cierres. La leve inclinación
de la cabeza para enganchar los aros. Todo lo tenía en su mente y en su cuerpo,
hasta el más mínimo detalle que había aprendido a archivar en su memoria. Se
sabía casi todos los movimientos de la lenta vuelta a la realidad de las mujeres
después del amor. Amaba eso. Pero siempre esperaba que el ritual de volver a
ser ellas durara lo menos posible y finalizara enseguida.
Así que, extendido su metro ochenta y cuatro en la cama
desecha se quedó mirando la puerta de su habitación entreabierta. Pensando
tonterías, como si finalmente aceptaría el gatito de regalo que su hijo de ocho
años le quería regalar. O qué tendría para mañana en la reunión de creativos de
la agencia. Con un whisky en la mesa de luz y la luz de los faroles callejeros atenuados
por la persiana, que se filtraban en su pieza, se sintió contento. Feliz porque
había aprendido a conocerlas a todas ellas. Ellas le contaban intimidades, le
confesaban temores, le revelaban secretos. Las quería a todas.
A los quince minutos de la salida de escena de ella, Mariano
ya había recompuesto totalmente y en detalle su vida en solitario. No tenía de
qué quejarse. Se levantó de un salto aunque no quiso hacer ruido porque ya eran
las dos y media. Decidió darse una ducha en medio de la madrugada ya que
calculó que a la mañana estiraría unos minutos el sueño. Así que calentó el
baño y se demoró bajo la ducha con el gel revitalizante y el jabón de
glicerina. Los minutos que llevaba
debajo del agua para enjuagarse se demoraron más de lo habitual, pensó, cuando
recobró el devenir de las cosas en su cabeza luego de unos segundos de “blanco”
en que se encontró a sí mismo mirando los azulejos celestes. Qué le había
pasado? No sé. Algo me había molestado, algo se cruzó en el camino, una piedra
en el zapato, una distracción. Cuidado. Cuando salió de la ducha decidió
afeitarse. Con energía pero lentamente distribuyó la espuma en su rostro. No
tuvo más remedio que mirarse en el espejo. Quedó atónito, por unos segundos
demorado en esa cara un poco fofa, colorada por el calor, marcada a izquierda y
derecha por unos surcos desconocidos. Su
rostro. Qué me estaba pasando? Por qué tanto lío con mi cara? Y este cuerpo que me acompaña? En qué está?.
Se dijo mientras bajaba la vista al torso, su sexo, muslos, rodillas y al final
sus pies. “Al final”, dijo, justo en el momento en que no pudo aferrarse a la
fantasía de estar solo. Con el apuro de querer volver a la cama se lastimó la
mejilla derecha con la maquinita de afeitar. Asomó un hilo rojo, luego una
pelotita viva, burbujeante. Mariano pensó que era la expresión más vivificante
y real que había tenido en mucho tiempo.

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