Después del declive de su última relación, Inés volvió a
experimentar desolación por el… “descuido” de su pareja. Sintió la distancia
por no ser la prioridad. El abandono instantáneo. No es que Francisco la
hubiera abandonado, en rigor. Sino que, simplemente, una concatenación de
circunstancias triviales al principio, más importantes luego, la habían
relegado -otra vez- a un escaño secundario. Había cosas más
importantes en la vida de Francisco y, simplemente, Inés no podía soportarlo.
Igualmente, asentó el dolor en un costado de su cuerpo, lo resguardó del
cotidiano devenir de su vida, no lo mostró, no se regodeó. Lo encapsuló. Y
siguió trabajando, estudiando piano, visitando a su madre, hablando por
teléfono con su hermana, intercambiando discusiones y amores con su hijo. Todo
fue igual, en apariencia.
Una tarde Inés estaba tomando su acostumbrado cafecito en el
bar de Borges y Güemes al que siempre iba y sintió acercarse un recuerdo, ¿una
nostalgia se podría decir?, cuando se sentó en una mesa cercana un varón
elegante de aspecto indiscutiblemente italiano. Traje negro, camisa blanca, corbata
levemente rojiza. Sin anillos, sin distracciones. Pelo corto oscuro, tez
blanca, ojos vivaces. Un tano, pensó Inés. Poco a poco, la figura del cliente
enigmático se fundió con la de Iván.
Iván. Iván había sido su amante intermitente, si elegimos
colocarle algún calificativo para entender la alternancia a veces voluntaria,
otras veces desconsiderada, siempre autoprotectora, que había entre ellos dos.
Unos cuatro o casi cinco años llevaban de encuentros casi siempre furtivos, sin
solución de continuidad y con mucho ardor que se desvanecían inmediatamente una
vez superada la despedida.
Cuando Inés pensó “Iván” no dudó, tomó su teléfono celular y
llamó. Iván no siempre estaba disponible, pero esta vez atendió enseguida.
Solícito, amable, como siempre, la escuchó. Ella había aceptado finalmente la
sugerencia de él, la que había condenado a estos dos amantes a un breve distanciamiento.
Un encuentro de tres. ¿Por qué había cambiado de opinión? ¿Curiosidad, exposición
temeraria? ¿Sentía energía para lo que ella imaginaba una sesión exigente de
cama? ¿Había sido el despecho de Inés lo que la empujó a la aceptación? Inés no
dudó, sin embargo. Fue firme, clara, incluso presionó levemente a Iván para que
el encuentro fuera lo antes posible. ¿De dónde saldría el otro? “Cuidado con
los oportunistas, Iván. Que sea alguien de confianza. Vos conocés a alguien?”.
“Sí, claro, quedáte tranqui. Todo va a ser en confianza, muy cuidado”.
La tarde en que se encontraron eligieron un bar tranquilo
por Palermo, cerca de la casa de Iván. Allí, Inés conoció a un tal Santiago,
aunque ella no creyó casi nada de ese hombre. Sólo le interesó su cuerpo, el
calor de su mano al estrechar la suya. La mejilla suave en su propia mejilla.
La firmeza de esas piernas levemente combadas envueltas en un pantalón jean. El
iceberg oscuro que emergía del cuello apenas entreabierto de su camisa celeste,
un montículo de vello desordenado. Y sus ojos, unos ojos muy oscuros cruzados
por un halo brillante. Una mirada inteligente y simpática, se había dicho Inés.
Le gustó de inmediato. Aunque no sabía si ese primer atisbo de interés se
podría transformar en algo, digamos, más específico como el sexo. Sin embargo,
la cercanía con Iván seguía inalterable. El solo rozar con la yema de sus dedos
sus hombros fuertes o su cintura, elevaba en Inés un lava caliente, espesa y
explosiva. Nadie detentaba involuntariamente ese poder en Inés.
El trayecto de unas veinte cuadras lo hicieron en el auto de
Santiago. La presencia de Iván tranquilizaba a Inés y se sentía fuera de la
posibilidad de algún peligro inminente. En la mitad del recorrido, Iván la besó
en el cuello, desde el asiento de atrás. Fue un beso intensionado a la vez que
demorado en su nuca y sirvió para avanzar a otros terrenos. Lo que venía iba a
concentrarse entre cuatro paredes.
Para empezar, hubo whisky para los tres. A Inés le vinieron
muy bien las dos pequeñas medidas que le sirvió Iván porque no sabía cómo
aflojar tensiones. En unos minutos, se sometió al amasijo que los dos hombres
le proponían. Enfrentados y de pie. Agachados e inclinados. Recostados en la
cama e intercambiando posiciones aleatorias. Ensimismados en las vueltas
amorosas, el mundo exterior se fue desvaneciendo y lo único que quedó para los
tres fue la cama y algunos centímetros a la redonda utilizados obsesiva y
exclusivamente como soporte del sexo. Inés se dejó llevar. Y perdió todo
contacto con su persona en un momento que no pudo precisar. Era sólo su cuerpo,
los cuerpos. Se podría decir que la mezcolanza de saliva, transpiración,
dientes, uñas, flujo y semen configuraron un mundo más primitivo, más privado y
marginal. Los fragmentos de cuerpos que Inés iba reconociendo en una sesión
infinita de vueltas, la llevaron a pensar que quizás esa porción viva de masa
era lo único que existía en su mundo, fragmentado, parcial, alimentado por las
sustancias primigenias de la existencia. La vida volvía a desenrollar su
ocasional serpentina de belleza. Inés se sintió reparada. ¿O acaso fue un
escape de la posible venganza por el abandono de Francisco? ¿Se había esfumado
el miedo del abandono, se había disuelto el desasosiego del desamor? ¿Acaso las
cosas volvieron a tener sentido?
Una vez en la calle, restituida en el sexo, Inés volvió a su
casa, encendió la pc y se suscribió al plan más caro del sitio de citas. Ahora
había que esperar.





