martes, 4 de febrero de 2014

DOS A QUERERSE



Los años que habían vivido juntos, en rigor no “vivido” sino que debería decir “estado”. “Compartido”. ¿“Transcurrido”? Ese tiempo emparejado en forma de dúo, que vivían los dos, le habían borrado de a poco el deseo del cuerpo.  Ana y Jorge se conocieron en circunstancias difíciles para los dos. Ella, recientemente viuda. Azotada por la soledad y el miedo. Él, separado y con un largo historial de fracasos que nunca entendió. Los dos se conocían desde hacía años, pero se autocatalogaron, para evitar pasar a ligas mayores, como “amigos”. Cuando Ana llevaba año y medio de ostracismo social, Jorge ya iba por la quinta relación más o menos seria que naufragaba. Jorge, decía, no lograba entender en qué fallaba. Aunque públicamente hacía responsable siempre a sus mujeres por la ruptura. “Me abandonó”. Y entonces practicaba la autocomplacencia, el rítmico sufrimiento del abandonado, ese vaivén doloroso que nos exime de responsabilidad en la experiencia fallida, más aún, nos borra el dolor de los errores cometidos y sólo queda el run run de un fracaso más. Al final, se parece más a un deporte que a una experiencia de vida.  No obstante, Jorge, íntimamente, conocía muy bien sus errores. Fallas de fábrica, diría él. Tan diligente, tan amable, pero tan desentendido del resto de la humanidad, quizás negligente. Tan desinteresado por el otro. Pero cuando resolvió contactar a Ana, sabía que esa aventura iba a ser diferente. Ana le importaba, siempre le importó. Ana le gustaba y en verdad que no había logrado sacársela de la cabeza por más distracción sentimental que ensayara, incluido su matrimonio.
Ana recibió el llamado con alegría, aunque ya se había olvidado de la cara de Jorge, ese chico de la cuadra que tanto la había atraído alguna vez, a sus 17.  Se encontraron, se entendieron inmediatamente con un cruce de pocas palabras que resultaron un lenguaje propio y conocido y que figuraba el derrotero sentimental de cada uno: aburrimiento, desinterés, sufrimiento, entusiasmo, soledad, dolor, cariño. Luego vinieron los besos, la ineludible continuidad física arrastrada por quién sabe cuántos gestos atávicos en una mano que se estira para acariciar o en el beso sedoso, de labios sedosos y de lenguas que los dos sintieron como terciopelo la primera vez. Hicieron el amor con sobriedad, con menos cuidado la segunda, y para los tres o cuatro meses de perseverancia y deseo más o menos continuo, ya se habían aprendido las maneras, raras, extrañas maneras, inéditas, de inventar el sexo entre los dos. Pero Ana empezó a alejarse de la burbuja del deseo, sin darse cuenta al principio. Después, con la toma de conciencia, emparentó su enfriamiento con cierto envejecimiento en alguna zona de su cuerpo, decía. Pero después comprendió que ya no le interesa el sexo y que ya no le interesaba Jorge en ese aspecto, sólo en ese amplio y fértil terreno del sexo. Eso fue todo, no fue una revelación, ni un deslumbramiento por la decadencia de su cuerpo o el adormecimiento de su mente.  Ana lo incorporó como una situación más, cotidiana, de su vida adulta.
Una tarde, más bien, tardecita de otoño, creo que era mayo, principios de mayo, cuando los dos se acariciaban mansamente en la cama, todavía no deshecha, Ana le dijo a Jorge que ya no quería tener más sexo. Se lo dijo pausadamente, incluso exageró un poco el silabeo para que no haya equívocos, subrayando el “no”,  insalvable negativa que redujo a Jorge a un estado casi larvado al instante inmediato en que finalizó la corta frase de Ana “no quiero tener más sexo”. Y agregó “no es con vos, es con todos, creo”. Jorge logró desenroscarse del estado reptil en que había quedado y reducido por el veneno de Ana. Así lo había tomado. No dijo nada. No ensayó nada, no insistió ni con media palabra porque a Ana no le hubiera gustado y él no quería importunarla. Asintió, se incorporó en la cama y le preguntó si quería tomar un té.
Desde aquella tardecita Ana y Jorge evitan el amasijo corporal de las caricias sexuales. Evaden el toqueteo. El sacrificio lo hacía Jorge, que debía poner en práctica una serie complicada de mecanismos internos cada vez que se mete en la cama con Ana. Ah, porque duermen juntos todas las noches.  El televisor es la mediación que les permite el desapego, la pantalla encendida es lo único encendido en la pieza. Es el adormecimiento previo que a Jorge lo pone en caja, y siempre lo agradece. Después viene un “buenas noches” o “hasta mañana”. Un beso en la mejilla. Eso es todo. Para Ana todo es tan natural que llegó a pensar en casarse con Jorge. Pero cuando esa fantasía se le esparce en su mente, mira a ese hombre que tiene dormido al lado, de leve ronquido, con breves espasmos oníricos y piensa…quién es este hombre que duerme a mi lado?

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