Los años que habían vivido juntos, en rigor
no “vivido” sino que debería decir “estado”. “Compartido”. ¿“Transcurrido”? Ese
tiempo emparejado en forma de dúo, que vivían los dos, le habían borrado de a
poco el deseo del cuerpo. Ana y Jorge se
conocieron en circunstancias difíciles para los dos. Ella, recientemente viuda.
Azotada por la soledad y el miedo. Él, separado y con un largo historial de
fracasos que nunca entendió. Los dos se conocían desde hacía años, pero se
autocatalogaron, para evitar pasar a ligas mayores, como “amigos”. Cuando Ana
llevaba año y medio de ostracismo social, Jorge ya iba por la quinta relación
más o menos seria que naufragaba. Jorge, decía, no lograba entender en qué
fallaba. Aunque públicamente hacía responsable siempre a sus mujeres por la
ruptura. “Me abandonó”. Y entonces practicaba la autocomplacencia, el rítmico
sufrimiento del abandonado, ese vaivén doloroso que nos exime de
responsabilidad en la experiencia fallida, más aún, nos borra el dolor de los
errores cometidos y sólo queda el run run de un fracaso más. Al final, se
parece más a un deporte que a una experiencia de vida. No obstante, Jorge, íntimamente, conocía muy
bien sus errores. Fallas de fábrica, diría él. Tan diligente, tan amable, pero
tan desentendido del resto de la humanidad, quizás negligente. Tan
desinteresado por el otro. Pero cuando resolvió contactar a Ana, sabía que esa
aventura iba a ser diferente. Ana le importaba, siempre le importó. Ana le
gustaba y en verdad que no había logrado sacársela de la cabeza por más
distracción sentimental que ensayara, incluido su matrimonio.
Ana recibió el llamado con alegría, aunque
ya se había olvidado de la cara de Jorge, ese chico de la cuadra que tanto la
había atraído alguna vez, a sus 17. Se
encontraron, se entendieron inmediatamente con un cruce de pocas palabras que
resultaron un lenguaje propio y conocido y que figuraba el derrotero
sentimental de cada uno: aburrimiento, desinterés, sufrimiento, entusiasmo,
soledad, dolor, cariño. Luego vinieron los besos, la ineludible continuidad
física arrastrada por quién sabe cuántos gestos atávicos en una mano que se
estira para acariciar o en el beso sedoso, de labios sedosos y de lenguas que
los dos sintieron como terciopelo la primera vez. Hicieron el amor con sobriedad,
con menos cuidado la segunda, y para los tres o cuatro meses de perseverancia y
deseo más o menos continuo, ya se habían aprendido las maneras, raras, extrañas
maneras, inéditas, de inventar el sexo entre los dos. Pero Ana empezó a
alejarse de la burbuja del deseo, sin darse cuenta al principio. Después, con
la toma de conciencia, emparentó su enfriamiento con cierto envejecimiento en
alguna zona de su cuerpo, decía. Pero después comprendió que ya no le interesa
el sexo y que ya no le interesaba Jorge en ese aspecto, sólo en ese amplio y
fértil terreno del sexo. Eso fue todo, no fue una revelación, ni un deslumbramiento
por la decadencia de su cuerpo o el adormecimiento de su mente. Ana lo incorporó como una situación más,
cotidiana, de su vida adulta.
Una tarde, más bien, tardecita de otoño,
creo que era mayo, principios de mayo, cuando los dos se acariciaban mansamente
en la cama, todavía no deshecha, Ana le dijo a Jorge que ya no quería tener más
sexo. Se lo dijo pausadamente, incluso exageró un poco el silabeo para que no
haya equívocos, subrayando el “no”,
insalvable negativa que redujo a Jorge a un estado casi larvado al
instante inmediato en que finalizó la corta frase de Ana “no quiero tener más
sexo”. Y agregó “no es con vos, es con todos, creo”. Jorge logró desenroscarse
del estado reptil en que había quedado y reducido por el veneno de Ana. Así lo
había tomado. No dijo nada. No ensayó nada, no insistió ni con media palabra
porque a Ana no le hubiera gustado y él no quería importunarla. Asintió, se
incorporó en la cama y le preguntó si quería tomar un té.
Desde aquella
tardecita Ana y Jorge evitan el amasijo corporal de las caricias sexuales.
Evaden el toqueteo. El sacrificio lo hacía Jorge, que debía poner en práctica
una serie complicada de mecanismos internos cada vez que se mete en la cama con
Ana. Ah, porque duermen juntos todas las noches. El televisor es la mediación que les permite
el desapego, la pantalla encendida es lo único encendido en la pieza. Es el
adormecimiento previo que a Jorge lo pone en caja, y siempre lo agradece.
Después viene un “buenas noches” o “hasta mañana”. Un beso en la mejilla. Eso
es todo. Para Ana todo es tan natural que llegó a pensar en casarse con Jorge.
Pero cuando esa fantasía se le esparce en su mente, mira a ese hombre que tiene
dormido al lado, de leve ronquido, con breves espasmos oníricos y piensa…quién
es este hombre que duerme a mi lado?
Excelente Vir!
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